No sé si hemos aprendido a gozar de Dios, o mejor dicho, no sé si hemos gozado a Dios de tal manera que se nos ha hecho auténtica Vida con mayúsculas.
A Dios lo pensamos mucho, nos hemos vuelto muy cerebrales, queremos saber muchas cosas sobre Él. Incluso tenemos una imagen mucho más positiva que antaño. Pero eso no siempre nos ha llevado a vivirlo así. Hay un salto muy grande de nuestro pensamiento a la relación personal. Es importante pensar bien de Dios, pero mucho más importante es vivirlo.
Como si la imagen positiva surgiera de nuestro pensamiento pero no de la vivencia, de la relación. Con lo cual esa imagen, aunque sea positiva, no afecta a nuestra vida, y seguimos en ella inmersos en nuestros miedos, en nuestros quebraderos de cabeza, en nuestras búsquedas de felicidad. Porque Dios no se ha vuelto para nosotros en fuente de vida, de gozo.
Jesús insiste mucho en esto. Para él es esencial que alejemos nuestros temores, y aprendamos a confiar con auténtica inocencia, como los niños, o como los pecadores y las prostitutas, que sabiéndose sin ningún derecho confían en la misericordia de Dios como el hijo pródigo.
Y a Jesús, cuando comienza a hablar del Padre, le sale la ternura y el gozo por todos los poros. Le da gracias por cómo hace las cosas y se las revela a los pequeños, le pide por cada uno de los suyos, alaba su bondad porque hace llover sobre buenos y malos, se admira de que su Padre trabaja siempre, se confía a Él retirándose continuamente a orar, e incluso en sus momentos más trágicos se pone en sus manos, aunque tenga la sensación de que le ha abandonado.
Es hora de pasar a Dios del pensamiento a la vida, al corazón, a nuestro centro personal. Es hora de descubrir el gozo de la vida con Dios.
Carta de Asís, julio 2019
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