Me sentía saciado, como que todo estaba preparado para darme satisfacción; era algo así como que los elementos habían quedado de acuerdo en regalarme sus dones, como que todo mi entorno quisiera cuidarme y me tratara con su mayor suavidad, con la máxima generosidad: el aire me refrescaba, el pinar me llenaba de sus aromas, la armonía del arroyo me acunaba, el verdor me reconfortaba. Sentía que la creación entera estaba hecha para mí, que por todos los lados me ofrecía sus encantos; como que cada elemento, con sus posibilidades, me abrazaba suavemente. Me sentía arropado por todo mi entorno.
Y entendí que no era un hecho aislado. No se trataba de una sensación sólo válida para ese momento, sino que me hablaba de la realidad del universo, de un mundo creado, no a mi servicio, pero sí para mi cuidado. Y entonces entendí mejor eso que decía Jesús: “hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados” (Mt 10, 30). Su atención por nosotros es máxima, aunque no nos demos cuenta la mayoría de las veces. Él tiene un cuidado por cada uno de nosotros muy especial, que se concreta en miles de regalos que nos brinda cada día, en cada instante, por el solo hecho de existir. Y a la vez, cada uno de nosotros, además de ser cuidados por toda la creación, somos regalo para los demás, somos posibilidad de misericordia para cada persona, para cada criatura.
Como dice Eloy Sánchez Rosillo, yo también era un mendigo antes de darme cuenta:
Muchas veces morí por no tener.
Yo era un mendigo y nadie me amparaba,
hasta que supe un día, no sé cómo,
la compasión del grillo y de la noche,
la caridad del alba.
Yo también creí que estaba muerto por “no tener”, pero, a veces, se me revela “la compasión” de la existencia, “la caridad” de lo que me rodea y me siento absolutamente amparado, totalmente saciado, aunque aparentemente tenga muy poco.
Javi Morala, capuchino
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