martes, 23 de junio de 2020

LA SORPRENDENTE LEVEDAD DEL SER

Hay algunas fórmulas religiosas que se me hacen difíciles de entender, e incluso me pueden llegar a incomodar interiormente. Durante mucho tiempo siempre que escuchaba “hasta mañana, si Dios quiere”, me salía decir: “¡claro que Dios quiere!”, y por dentro pensaba: “¡no se le va a ocurrir acabar con este mundo de un día para otro!”. Me daba la impresión de que con ese añadido, “si Dios quiere”, se daba la posibilidad de que Dios, con su mano poderosa, acabara caprichosamente con nuestras vidas, y eso no coincidía con la imagen de Dios que tenía y que tengo.

Pero la COVID-19 me ha hecho entenderlo de otra manera. Gracias a esta enfermedad, todos los planes que tenía de trabajo, de ocio, de reuniones, de celebración de Semana Santa, de encuentros de los capuchinos, de visitas a mi madre, todo el verano, TODO, absolutamente todo se ha ido al traste. Todo lo que me había proyectado en el futuro, todas las esperanzas y seguridades que había puesto en la realización de los planes en cinco o seis meses, se difuminaron y desaparecieron.

Si hubiera incluido ese “si Dios quiere” en la mirada al futuro, no es que hubiera responsabilizado a Dios de todo este desaguisado, porque no lo es, pero hubiera introducido una duda, una limitación en la realización de todos esos planes que parecían inamovibles y sobre los que estaba construyendo una cierta suficiencia, un control sobre la realidad y la vida. El “si Dios quiere” podría ayudarme a incluir en mis planes esa incertidumbre, esa debilidad y vulnerabilidad que rodea a toda realidad humana, ese saber que las cosas pueden suceder de una forma o de otra. Esta coletilla piadosa me avisaría de la falta de seguridad en lo que me propongo, que no desestabilizaría mi ser si estoy sustentado por algo más allá de todos esos sucesos. Si entendiera bien esta coletilla estaría más abierto a la realidad y menos encerrado en los proyectos personales propios.

Me estoy acordando de una parábola de Jesús. Un hombre recogió una enorme cosecha e ideó construir unos graneros más grandes y darse la buena vida durante muchos años. Dios le dijo: “¡Necio, esta noche te reclamarán la vida! Lo que has preparado, ¿para quién será?” (Lc 12, 20). La vida nos puede cambiar en un instante, y ¿para qué nos sirve todo lo que hemos planificado? Las cosas se sostienen en un hilo y no podemos darlas por seguras. Todas ellas pueden caer, pero nosotros estamos amarrados con el arnés de Dios que siempre nos sostiene.

No es otra cosa que “la levedad del ser”, pero podemos vivirla como “insoportable” que diría Milan Kundera, o como una posibilidad de encontrarnos con la sorpresa de la vida. Porque cada una de las situaciones que se culminan, cada uno de los planes que se realizan son un auténtico regalo porque podrían no haberse dado. Cada hecho, cada acto, cada realidad está flotando en la incertidumbre de su realización, y cuando acaece manifiesta la generosidad de la vida. Que salga el sol, que un pájaro cante, que hoy me despierte vivo, que haya personas que me quieran, que tenga un trozo de pan para comer, que pueda mover la mano, que pueda mirar, saborear, escuchar; cada uno de los actos que suceden podrían no hacerlo y por tanto son una maravilla, son un auténtico don. Si damos todo por seguro no nos sorprende lo que vivimos. En cambio, si somos conscientes de que las cosas pueden existir o no -dada “la levedad del ser”- nos van a parecer un milagro por el simple hecho de que sean, de que sucedan. Así que ese “si Dios quiere” no es un signo de la arbitrariedad de Dios con nosotros, sino de que todo es pero podría no serlo, de que todo flota en la posibilidad de ser. Y por tanto todo lo que existe se nos regala, y no es por merecimiento, ni por derecho, sino por la bondad desbordante de la vida.

Javi Morala, capuchino

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