Esa ansia de una fraternidad, de una convivencia gozosa, se sustenta en haber vivido la experiencia de ser acogido, protegido, amparado en la vida. Quien no ha sido amado no sabe lo que es amar. Cuando una criatura nace, la primera experiencia es de ser cuidada sin habérselo propuesto de antemano. Es una experiencia fundamental básica para poder adentrarse en la vida con esperanza. Esa vivencia nos impulsa a adentrarnos en las diversas etapas de la vida, nos abre a la relación grupal, a la relación personal, incluso a la relación con Dios. Si la vivencia básica fuera amenazante y frustrante nunca jamás nos abriríamos a lo nuevo.
Pero no seamos ilusos. La vida en comunidad, aunque esté llamada a la plenitud, está amenazada constantemente por el fracaso. Y este fracaso es debido a factores exteriores e interiores de los miembros de la fraternidad. Se da frecuentemente que el sueño de la convivencia a la que estamos llamados se frustra y se nos cuela en el corazón la sospecha de la imposibilidad de la fraternidad.
El sueño de la fraternidad solo se podrá sustentar en la experiencia del amor primero de Dios. Más allá de todo fracaso, el corazón del hermano, de la hermana, estará sostenido por la confianza probada de que, a pesar de todos los pesares, su amor, el de Dios, es previo y más fuerte de todos los pecados nuestros y de las hermanas y hermanos. Ilusos no, confiados sí.
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