Hay una clara diferencia entre vivir una fe despierta y una fe dormida. Esta es la que se vive en el tran-tran de cada día, siempre lo mismo, en la rutina instalada, en la repetición de ritos que se perpetúan año tras año, siglo tras siglo. Si alguna vez se altera, es porque se la saca de esa rutina. Si no, sigue dando vueltas. Es la fe del bostezo, de la distracción, de lo ya sabido. La sorpresa, la novedad, están lejos.
Por el contrario, la fe despierta es la que anhela horizontes nuevos, la que se vive con las antenas levantadas, la que se sorprende, la que no ha perdido el brillo en los ojos, la que encuentra motivos nuevos de disfrute de la Palabra, la intenta nuevo caminos por sencillos que sean, la que aleja el cansancio y tiene a raya a la rutina.
Esta segunda es a la que se refiere el pasaje de Ezequiel 33,7 cuando dice Dios al profeta que le nombra “centinela” (atalaya, traducen otros), alguien que vigila, que está en tensión, con los ojos abiertos y los oídos atentos, dispuesto a dar la voz de alerta.
Ojalá esta Cuaresma sirva para vivir la fe de manera más despierta, atentos a la vida y al momento cristiano, como centinelas que esperan la aurora.
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