Cuando estaba en el pecado, me parecía extremadamente amargo ver a los leprosos. Y el Señor mismo me condujo entre ellos, y practiqué la misericordia con ellos. Y al apartarme de los mismos, aquello que me parecía amargo, se me convirtió en dulzura del alma y del cuerpo (Test 2-3). Durante mucho tiempo, Francisco se siente inseguro frente a los leprosos y se protege: levanta muros, se aleja, se esconde. No se trata de un miedo al contagio físico, es algo más profundo: es temor de correr la misma suerte que el leproso: no ser aceptado, ser excluido, no tener ningún derecho, no ser conocido ni amado por nadie, ser invisible, no ser nada ni nadie.
Francisco besa al leproso, aunque aquí besar significa, más bien, dejarse besar. No se trata de un acto de pura voluntad para superar la repugnancia. Su beso es expresión de una experiencia afectiva sincera, que acaba expulsando los miedos y cambia el propio universo afectivo. Todo comienza a tener otro sentido: lo amargo se hace dulce, se produce el paso de la necesidad de ser reconocido por los otros a tener un buen conocimiento de uno mismo. Gracias a los leprosos, Francisco comienza a conocerse y experimenta el sentido de la gratuidad. Besar el Evangelio o besar al leproso es lo mismo, escuchar la palabra de Jesús y escuchar el grito de la carne de los que sufren es lo mismo: el que habla y el que besa es siempre Jesús.
En medio de los leprosos, lejos de toda falsa seguridad, surge la verdadera seguridad interior. Es la paradoja evangélica: cuanto menos poder, más libertad. Allí donde no hay nada que perder, de la mano de la gratuidad, nace la verdadera seguridad. Francisco aprende aquí otra lección decisiva que marcará su existencia y la de los hermanos: la incompatibilidad entre fraternidad y poder. Quien quiere ser hermano menor debe servir y renunciar a todo tipo de dominio sobre el otro.
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