Y el Señor me dio una tal fe en las Iglesias (Test 4). La fidelidad creativa y la pertenencia minorítica del proyecto franciscano dan un nuevo aire evangélico a la Iglesia. Santa María de los Ángeles, la Porciúncula, cuna de nuestra Orden, está rodeada de profundas connotaciones afectivas: aquí nacen los hermanos menores y las hermanas pobres; aquí la fraternidad se reúne en torno a María, hecha Iglesia. Este espacio de encuentro y de descanso, memoria de los orígenes es, según Celano, el lugar más amado por Francisco. La Porciúncula recuerda siempre lo pequeño y esencial, es el modelo de la eclesiología franciscana y el sacramento de una Iglesia de hermanos que anuncian el Evangelio viviendo en fraternidad.
Nada veo corporalmente en este siglo del mismo Altísimo Hijo de Dios, sino su santísimo cuerpo y su santísima sangre (Test 10). La Iglesia, cuerpo místico de Cristo, nace de la Eucaristía. Es el símbolo que resume toda la vida y el mensaje de Jesús: la donación entera y gratuita. El lavatorio de los pies, el gesto fundacional de la Iglesia, evidencia su sentido y su vocación más profunda: el servicio como modo específico de estar en el mundo. Se trata de una auténtica experiencia de amor y justicia, donde ver y tocar el cuerpo de Jesús nos ayuda a verle y tocarle en el cuerpo de los pobres y, de este modo, a desenmascarar toda falsedad espiritual. La Eucaristía es para nosotros fuente de la vida eclesial, raíz, fundamento y corazón de nuestra vida fraterna (Const 48).
El sentido de la Iglesia no es anunciarse a sí misma, sino ser anuncio de Jesús. La dimensión misionera está en el corazón de nuestro proyecto: ser capuchino es estar dispuesto a ir allá donde ninguno quiere ir, siempre al estilo de Francisco, que se puso en camino para encontrar al sultán Malik Al-Kamil y construir la paz a través del diálogo y el respeto. De él aprendemos que el Evangelio no se impone, se propone, y toma como punto de partida el reconocimiento de la verdad que habita en el otro. El testimonio de nuestra vida fraterna es sin duda el modo más creíble de anunciarlo: Cuando vayáis por el mundo, no litiguéis ni contendáis con palabras, ni juzguéis a los otros; sino sed apacibles, pacíficos y moderados, mansos y humildes, hablando a todos honestamente, como conviene (2R 3,10).
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