El siguiente paso viene rápido: nada hay que tenga valor de eternidad. Según esto, todo pierde peso y consistencia. Eso de amor eterno, vida eterna, justicia para siempre… no serían más que sueños de estos seres humanos que se creen el centro del universo, pero que ellos mismos están de paso de la nada hacia la nada.
Sin embargo, nuestras vidas concretas, si nos fijamos con atención, están marcadas por otro tipo de funcionamiento. Lo que de verdad nos hace vivir de un modo u otro, lo que nos hace tomar un rumbo u otro, no son modelos de pensamiento, sino acontecimientos totalmente frágiles y perecederos que, sin embargo, nos marcan para siempre. Un encuentro con alguien entrañable, un disgusto imprevisible, el amor de mi vida, la indignación producida por una injusticia, el estremecimiento ante la inmensidad del universo o el volar de un insecto… pueden hacer, y de hecho hacen, tomar decisiones vitales que determinan toda la historia de una persona.
Dice un filósofo: “Todo se perderá, pero casi seguro que el grosor invisible de un acto de generosidad supera al del manto de la Tierra. (...) Todo se perderá pero, de algún modo, cuenta más que una persona ayuda a otra que mil galaxias desaparezcan del firmamento”.
Carta de Asís, enero 2025
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