miércoles, 23 de diciembre de 2015

LA PACIENCIA

La cultura que vivimos valora en sumo grado la velocidad. No hay nada peor que perder tiempo. Todo es mejor si es cuanto antes; todo se desea inmediatamente. Las ciencias y la técnica, la electrónica y la informática hacen que todo pueda ser más rápido. Pero las realidades más humanas, las que más nos hacen humanos escapan a nuestros deseos de rapidez, porque requieren un proceso que no se puede acelerar. Una persona no crece como persona solamente en proporción de su desarrollo físico o intelectual; el desarrollo personal hacia la madurez, los caminos de libertad personal, la búsqueda de un lugar en el mundo... llevan su tiempo. Las relaciones interpersonales -no los contactos en las redes sociales- maduran a su tiempo, tienen su marcha propia que no responden a nuestras urgencias. Nuestro corazón crece a un ritmo propio. No digamos nada si nos adentramos en los procesos sociales.
   En todos los casos, lo que nos hace vivir todo esto es la paciencia; ese arte de saber esperar, saber acompasar los deseos al ritmo de la realidad humana, esa sabiduría que es capaz de dejar que las cosas se hagan por dentro. Es como querer acelerar el horneado de un bizcocho: se eleva la temperatura del horno pero el bizcocho se quema por fuera y su interior queda sin hacerse. Así las cosas humanas: las personas, nuestras relaciones más auténticas, los procesos de crecimiento, la fe…
   La paciencia está muy hermanada con la humildad. Sólo el humilde es el que adquiere la paciencia de las cosas humanas. Sólo el que va ejercitando la paciencia va acompasando su vida a la realidad, va mostrando humildad.
   Y cuando se tiene la gracia de intuir la presencia de Dios en la vida, la persona queda anonadada ante la paciencia que Dios ha mostrado con ella; una paciencia infinita, que sobrecoge. Sólo queda agradecer de corazón.
Carta de Asís, diciembre 2015 


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