Hace algunos meses, en un curso para profesores sobre disciplina positiva se nos indicaba que para no dañar la autoestima de los alumnos no había que decirles “lo que hacían mal”, sino que solo había que expresar “lo que podían mejorar”. Estoy de acuerdo en que hay que subrayar lo que los niños o jóvenes hacen bien porque, casi siempre, insistimos en sus errores y nuestras correcciones no sólo no sirven para que los alumnos se desarrollen, sino que muchas veces los hundimos. Pero entiendo que también hay que corregirles.
Creo que en esa artificiosidad del lenguaje de sustituir “lo que hacen mal”, por “lo que pueden mejorar” hay una manera de entender la persona perversa: la valoración de una persona responde a lo que hace, a algún logro personal (éxito profesional, buenas notas, títulos, fama, etc.). Otras veces también se pone el valor de alguien en lo que tiene, en sus características personales (inteligencia, belleza, etc.) o en el dinero, familia, etc.
Sin embargo, antes o después se producen los fracasos, y con ellos llegan la frustración, la minusvaloración personal y la depresión. Pero no sólo eso, la satisfacción que produce alcanzar los objetivos dura muy poco tiempo, y necesitamos buscar compulsivamente otros motivos para responder al impulso de la autoestima. Por eso los logros que indicábamos antes, una vez que se consiguen, ya no satisfacen o el reconocimiento que buscamos con ansiedad nunca es suficiente, como ocurre con los ‘likes’ de las redes sociales.
Como dice el psicólogo Davis Mills, la promoción de la autoestima ha hecho más daño que bien a la persona: “el concepto de autoestima conduce inevitablemente a la autocondenación”. Es decir, la autoestima y la autocondenación son dos caras de una misma moneda, y si buscamos una también conseguiremos la otra.
Poner nuestra valoración en lo que hacemos, lleva inevitablemente consigo que acabemos no estimándonos a nosotros mismos, porque tarde o temprano acabamos actuando inadecuadamente
En cambio, habría que conseguir que todas las personas se sintieran queridos incondicionalmente, es decir, que supieran que nuestro cariño no depende de cómo se comportan, sino que los queremos hagan lo que hagan, y que porque los queremos les corregimos.
A veces, oímos estas palabras de Jesús y nos sentimos incómodos: “cuando hayáis hecho cuanto os han mandado, decid: somos siervos inútiles, sólo hemos cumplido nuestro deber”. Pero está diciendo lo mismo: no tengo que creerme mejor por lo que hago, mi valor no está en mi modo de actuar. Porque mi valor está en lo que soy, “hijo de Dios” ¡nada más y nada menos!, “criatura predilecta del Señor de la vida”, hecha a “su imagen y semejanza”, “ser humano”. ¿SE PUEDE PEDIR MÁS?
Javier Morala, capuchino
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