Toda búsqueda de espiritualidad nos parece, en principio, algo positivo, mientras no sea para eludir o falsificar al Dios que nos presenta Jesús. Su Espíritu siempre nos animará a trabajar por un mundo más fraterno, justo e igualitario, teniendo presente el dolor y sufrimiento de tantas personas en nuestro mundo.
En el mes de noviembre, el recuerdo de nuestros difuntos y la celebración de todos los Santos, la visita a los cementerios, etc, nos lleva a recordar a tantas personas que han formado parte de nuestras vidas, que nos han dado la vida o nos han ayudado a plantearnos la nuestra. Ellas, nos inculcaron una manera de entender la existencia en que los valores religiosos estaban presentes. Eran auténticos valores. Recordamos a nuestros seres queridos, hombres y mujeres, a quienes hemos ido diciendo “adiós”, unas veces de manera sencilla y otras más complicada.
En este mes de noviembre, haciendo nuestras las palabras del Papa Francisco, se nos invita “a reconocer que tenemos «una nube tan ingente de testigos (12,1) que nos alientan a no detenernos en el camino, nos estimulan a seguir caminando hacia la meta. Y entre ellos puede estar nuestra propia madre, una abuela u otras personas cercanas (cf. 2 Tm 1,5). Quizá su vida no fue siempre perfecta, pero aun en medio de imperfecciones y caídas siguieron adelante y agradaron al Señor”. (GE 3)
Su recuerdo nos lleva a plantearnos también esas preguntas sobre el final de la vida y el destino de los nuestros. El Catecismo de la Iglesia Católica, al hablar de la comunión con los difuntos (nº 958) afirma que “la Iglesia nos recuerda que desde los primeros tiempos del Cristianismo honró con gran piedad el recuerdo de los difuntos y también ofreció por ellos oraciones…”. Esta es también una de las obras de misericordia.
Me viene a la mente el diálogo entre Santa Mónica y sus hijos antes de morir, cuando les dice: “enterrad aquí a vuestra madre… Sepultad este cuerpo en cualquier lugar: esto no os ha de preocupar en absoluto; lo único que os pido es que os acordéis de mí, ante el altar del Señor, en cualquier lugar donde estéis”.
Seguramente que aquellas últimas palabras de su madre quedaron bien grabadas en el corazón de San Agustín. Él, como hombre creyente llegó a esta conclusión: “Una flor sobre su tumba se marchita, una lágrima sobre su recuerdo se evapora. Una oración por su alma, la recibe Dios”.
Benjamín Echeverría, capuchino
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