“La mujer árbol”, así se conoce a la keniana Wangari Maathai, destacada ecologista y fundadora del Movimiento Cinturón Verde; a través del cual llegó a plantar más de 40 millones de árboles en toda África, creando más de 3.000 viveros atendidos por unas 35.000 mujeres. Su labor le hizo merecedora del Premio Nobel de la Paz en 2004, siendo la primera mujer africana en conseguirlo. Todo comenzó con un sueño: llenar de árboles su país. Así, de un pequeño proyecto de plantación de árboles pasó a ser, a lo largo de los años, el gran “Proyecto de la Muralla Verde”, que tiene el objetivo de frenar el avance del Sáhara hacia el sur del país e impedir su desertificación. La labor titánica de “la Mujer Árbol” no nació y se desarrolló sin dificultades. Ella misma escribió que: «hubo veces en que ni siquiera yo estaba segura de por qué seguía adelante… El servicio por el bien común quizás fuera difícil, incluso peligroso a veces, pero la Fuente (así nombraba a Dios) y los valores constituyeron poderosas fuerzas que nos mantuvieron en pie, avanzando» (M. Wangari). Esta valiosa mujer murió en el año 2011, su legado sigue vivo en el ahora conocido “Cinturón Verde” de África. Este motivante testimonio nos hace pensar en lo que Jesús nos enseña en el Evangelio de este domingo: la semilla que crece por sí sola, y la pequeña semilla de mostaza. El bien se expande sin darnos cuenta, y crece más allá de nuestras cortas expectativas.
En muchos momentos de su vida Jesús enseñó con parábolas. Con esta forma literaria hablaba de la presencia (del Reino) de Dios a través de ejemplos de la vida cotidiana. De dos parábolas se sirve en esta ocasión: la primera centrada en el crecimiento del Reino sin que sepamos cómo, así como sucede con la semilla que crece por sí sola (Cf. Mc 4, 26-29). La segunda parábola, centrada en el inicio imperceptible del mismo Reino, como sucede con la diminuta semilla de mostaza (Cf. Mc 4, 30-32). En ambas parábolas encontramos la idea de Reino visto como don y tarea; Reino que podemos traducir como el bien germinal en el mundo, que exige nuestro compromiso para su desarrollo, pero también nuestra paciencia y confianza en la Providencia para su ensanchamiento. Si bien ambas parábolas nos hablan de ese “crecimiento providencial de la semilla”, la segunda, referida al pequeño grano de mostaza, nos recuerda que toda siembra, por muy insignificante que sea, al final es capaz de albergar la vida, de ofrecer cobijo y protección.
¡Qué hermosa enseñanza nos entrega Jesús hoy a quienes más de alguna vez hemos caído en el desánimo y en la tentación de claudicar en nuestros sueños y deseos de hacer el bien! Por ejemplo, ante la crisis ambiental, en no pocas ocasiones nos asalta la duda de estar en el camino correcto porque pensamos que nuestras pequeñas acciones, como cuidar el agua, la energía, etc., no aportan nada eficaz ante la enorme destrucción masiva de nuestro planeta.
Ciertamente los comienzos de todo bien sembrado siempre son humildes, casi nunca espectaculares. El Papa Francisco nos dice: «No hay que pensar que esos esfuerzos no van a cambiar el mundo. Esas acciones derraman un bien en la sociedad que siempre produce frutos más allá de lo que se pueda constatar, porque provocan en el seno de esta tierra un bien que siempre tiende a difundirse, a veces invisiblemente» (Laudato Si’ 212). El bien germina secretamente en el corazón humano, y, por lo mismo, tenemos la capacidad de desarrollarlo con nuestro trabajo, pero sobre todo confiando en la providencia de Dios que nos hará crecer hasta ser protectores de la vida. «Aprendamos a descansar en la ternura de los brazos del Padre en medio de la entrega creativa y generosa. Sigamos adelante, démoslo todo, pero dejemos que sea Él quien haga fecundos nuestros esfuerzos como a Él le parezca.» (Evangelii Gaudium, 279).
Hna. Gladys de la Cruz C. HCJC
El otro día quise poner unas letras acerca de ese viaje de Javi por la montaña de Palencia. Estaba admirado de la belleza del paisaje. Hay personas que no tienen capacidad de notar algo sublime en lo cotidiano, algo maravilloso en la creación, en la naturaleza virgen de la que todavía encontramos tantos ejemplos en nuestro País, en España. No hace falta ir al otro rincón del mundo para ver las maravillas que la creación nos quiere contar si la escuchamos. No es difícil adivinar que, por poner un par de ejemplos, los colores y formas de las miles de especies de pájaros que existen y los colores y aromas de la cantidad ingente de flores que existen están diseñados. Alguien tuvo que diseñar los caprichosos colores de un diamante de gould, o un ave del paraíso, o un pavo real, de un jilguero, de una oropéndola. Lo mismo podemos decir de un tulipán, un pensamiento, una rosa, un jazmín. No es cuestión de ser más o menos romántico es cuestión de observar cada una de las criaturas que nos encontramos en la vida, en el campo, en la montaña, en el jardín, en el huerto, en el parque. Colores de todo tipo en las plantas, tonos de todos los tipos en los dibujos y formas de los pájaros. Con perdón hacia los fabricantes de estas tecnologías que usamos (como estoy haciendo yo ahora), pero a mí me deja más extasiado cada uno de estos animales o plantas, dejando aparte la maravilla del ser humano. No sé si hay personas insensibles a la estética, a la poesía, a la belleza de la naturaleza virgen o es que están con sus sentidos apagados en una miopía existencial. No lo sé. Parece que los que nos quedamos admirados de esas bellezas naturales no somos tanto como debiéramos. En este caso algo no funciona, algún sentido de la percepción falta.
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