Una cosa cae fuera de duda: el mayor bien que nos hacemos los humanos nos lo hacemos con las buenas palabras; y los mayores males que nos causamos los humanos nos los hacemos con las malas palabras. De ahí que haya que vigilarlas para que no contribuyan a empeorar nuestras relaciones sino, más bien, a mejorarlas.
Los evangelios no hablan explícitamente de buenas o malas palabras. Pero, deudores de la corriente sapiencial del AT que da mucha importancia a este tema, no hay que dudar que se apunta a las buenas palabras. Las palabras de Jesús han sido, globalmente, buenas, compasivas, curativas, consoladoras, amables, esperanzadoras.
- Jesús mismo ha recibido palabras buenas como las de aquella mujer que alabó el vientre que le llevó y los pechos que lo criaron (Lc 11,27-28). Alabar a la madre es alabar a la persona, denigrar a la madre, bien lo sabemos, es denigrar a la persona. Jesús habría recibido con corazón agradecido aquella alabanza espontánea de la mujer. Si no, no la habrían consignado los evangelios.
- Cuando Jesús manda a la misión a sus discípulos les dice, sobre todo, que den una palabra de paz (Mt 10,12-13). De tal modo que la palabra de paz es lo central del anuncio del reino. Una palabra buena, la paz, para anunciar el reino, junto con las curaciones.
- Jesús queda pintado en Jn 18,23 como una persona de palabras buenas: “si he hablado bien, ¿por qué me pegas?”. Y junto a eso, la evidencia de que en sus palabras no ha habido intenciones ocultas: “no he dicho nada a ocultas” (Jn 18,20). Uno de palabras buenas y sin doblez.
Texto Mt 5,33-37: «También os han enseñado que se mandó a los antiguos: “No jurarás en falso” (Éx 20,17) y “cumplirás tus votos al Señor” (Dt 23,22). Pues yo os digo que no juréis en absoluto: por el cielo no, porque es el trono de Dios; por la tierra tampoco, porque es el estrado de sus pies; por Jerusalén tampoco, porque es la ciudad del gran rey; no jures tampoco por tu cabeza, porque no puedes volver blanco o negro ni un solo pelo. Que vuestro sí sea un sí y vuestro no un no; lo que pasa de ahí es cosa del Malo».
El juramento delata la fragilidad de la palabra: se jura porque la palabra dada no se considera suficiente. Por eso el evangelio propone no jurar, ya que cree en la palabra y en la verdad que la sustenta
- La palabra del juramento puede ser engañosa porque no hay quien verifique su verdad (ni siquiera en los juramentos judiciales). La palabra del seguidor habría de ser exacta y justa, sin doblez ni ocultamiento y, por lo mismo, no necesitada del apoyo del juramento.
- En las malas palabras se oculta el malo, la maldad, porque las palabras inhumanas generan inhumanidad. Controlando las palabras se controla la acción del maligno, se es menos malo.
- La fe se resuelve en estas posturas de componente antropológico. No está la cuestión en los grandes temas espirituales, sino en lo cotidiano de las palabras que salen del corazón.
Aplicación: Hablar de justicia. En nuestra sociedad da casi vergüenza hablar de justicia. Es como si éste valor sustancial produjera malestar al ciudadano de a pie. Hablar de justicia, demandarla, gritar en su nombre resulta trasnochado, como si uno estuviera anclado en mayo del 68. Quizá sea esto así porque lo individual ha copado el todo del ámbito humano moderno y la justicia tiene que ver, sobre todo, con planteamientos colectivos. “La necesidad de equilibrar lo individual con lo colectivo es uno de los grandes dilemas de la ética. El valor de la autonomía y de la libertad individual ha sido lo más desarrollado, y a medida que eso evoluciona resulta más difícil hacer al individuo partícipe de lo colectivo, que piense en los demás, pero no cabe duda de que hay que tender a esa armonía y a un concepto de justicia que viene de los griegos. Al fin y al cabo, la ética busca lo universal. El relativismo absoluto, aunque suene a contradicción, es opuesto a la ética”. Este anhelo de lo universal justo es un elemento insustituible de la experiencia de fraternidad social.
La justicia es el componente “político” del seguimiento, su participación en el devenir social desde una honda compasión histórica. Este componente es insustituible y, de alguna manera, da sentido al componente “místico” ya que lo hace visible y, por ello, verdadero. De ahí que una experiencia espiritual que no parta y no aboque al anhelo de la justicia se pierde en el marasmo de lo religioso.
Por lo mismo, hasta la tarea orante ha de nacer y llevar al logro de la justicia esencial. J. Chittister muestra en páginas muy luminosas el cambio que supone en una comunidad contemplativa poner el horizonte de la justicia como algo tomado en serio. “La oración cambió para incluir una nueva conciencia sobre la política nuclear y sus amenazas”. Son cosas, aparentemente, incompatibles. Pero no. El camino de inocular la preocupación y el compromiso con la justicia puede que sea la “salvación” de la oración y de la misma liturgia para que éstas no queden atrapadas en la rutina, en el rito. El cristianismo en general tiene que andar todavía un gran trecho si anhela este horizonte. Y sin embargo, como decimos, existe en ello una gran oportunidad de revitalización. Las palabras del profeta D. Bonhöffer siguen sonando veraces: “Nuestra iglesia que durante años solo ha luchado por su existencia, como si esta fuera una finalidad absoluta, es incapaz de erigirse ahora en portadora de la Palabra que ha de redimir y reconciliar a todos los hombres y al mundo… Por esta razón, las palabras antiguas han de marchitarse y enmudecer y nuestra existencia de cristianos solo tendrá, en la actualidad, dos aspectos: orar y hacer justicia entre los hombres». La oración mezclada a la justicia, ambas realidades unidas.
Fidel Aizpurúa, capuchino
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