A este sufrimiento se añade uno todavía mayor: el aumento del número de hermanos convencidos de que el Evangelio no es suficiente para vivir. Quieren normas prácticas que orienten con mayor precisión la vida, piden regulaciones y glosas con las que cubrir la desnudez del Evangelio.
Francisco, ciego por fuera y lleno de sombras por dentro, se encuentra sometido a una fuerte tensión: entre las exigencias de muchos hermanos y la defensa de su intuición original.
La desesperanza y las dudas pesan en el corazón de Francisco. Quiere ver y no puede. No se siente con la fuerza y la claridad necesarias para guiar a los hermanos. Renunciando a su papel de guía espiritual, finalmente, y lejos de los hermanos, se refugia en un eremitorio. De nuevo, como años atrás, la ceguera existencial lo inunda todo, las sombras crecen y lo más triste sucede: la dulzura de vivir en fraternidad se ha transformado en amargura.
Cuando la tentación de volver atrás es cada vez más grande y siente que ha perdido las huellas del Maestro, Francisco regresa al silencio y, tocado de nuevo por él, escucha, como al inicio de su camino, la palabra del Evangelio: Jesús le invita a la desnudez, a la confianza, a la valentía del origen. En este momento de su vida, tiene que librar una última batalla, la decisiva: renunciar otra vez, definitivamente, a ser caballero, abandonar cualquier forma de dominio y de poder, y abrazar de nuevo la minoridad. El Evangelio le empuja a retomar la senda del único camino: la fraternidad.
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