jueves, 28 de noviembre de 2024

DIOS MÍO, ¿QUÉ HE HECHO?

Cuando uno es joven y tiene el futuro abierto, es tiempo de hacer proyectos, de proponerse caminos, soñar posibilidades. Casi no hay pasado, pero sí mucho porvenir. Por lo que, si he hecho algo malo, quizá tenga posibilidad de reparar el daño generado. Cuando la persona va entrando en años, hay más pasado que futuro y se hace balance de lo vivido, junto a motivos de agradecimiento -que habrá muchos, gracias a Dios-, también habrá males realizados que han generado sufrimiento a personas que se han cruzado en la vida. Y ya no hay reparación posible. Siempre ha habido errores cometidos, cuyas consecuencias las han pagado otros; se ha generado injusticia y sufrimiento. ¿Qué hacer con ello?

Uno puede aducir que fue fruto de las circunstancias, de su inmadurez o fragilidad o inconsciencia. Somos muy dados a aligerar nuestra culpa. No resulta fácil asumir que los errores en la convivencia, en las decisiones tomadas, en lo hecho o en lo omitido sean fruto de uno mismo. No es fácil reconocer que uno ha ido generando el sufrimiento de personas concretas. Pero al final, hay que reconocer la responsabilidad.

Y ¿qué hacer con la culpa reconocida? Si la vida se ha llevado apoyada exclusivamente en uno mismo, si todo ha sido proyecto de su libertad, la culpa se vivirá como un peso que aplasta porque la persona no tiene otro agarradero que sí mismo. Sin embargo, si la vida se ha fundamentado poco a poco en la confianza en Dios, se irá aprendiendo a dejar el juicio sobre la vida y sus pecados en la misericordia de Él. Esto no borra para nada la responsabilidad del mal realizado, aunque sí alivia el peso de la culpa. La culpa reconocida no aniquilará al que haya generado el sufrimiento, sino que será sumido en la confianza en la misericordia de Dios.

Carta de Asís, noviembre 2024

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