Francisco no olvida que todo empezó con un beso. Las heridas de los leprosos curaron las de su corazón y fue entre ellos donde dio los primeros pasos en su vocación de hermano. También Jesús, el Maestro, se hizo discípulo de una mujer herida, y aprendió de ella el arte de lavar los pies. Así funciona la gratuidad: dar sin esperar retribución, dar por el gozo de dar, darlo todo, sin reservas.
Cuando los conflictos fraternos son más tensos y sus heridas se abren nuevamente, Francisco recupera en su memoria la historia de aquel beso y, una vez más, allí encuentra su sanación.
Las llagas en el cuerpo de Francisco son las marcas de Jesús, su plena participación en el Misterio Pascual, las señas de su identidad: el amor haciéndole igual al Amado. El sentido es claro: cuando tocas y amas a los hombres, tocas y amas a Jesús. Y él te toca y te ama. Todo vuelve a tener sentido. Todo -incluso la fragilidad de los hermanos- es visto como gracia. En su propio cuerpo, llagado ahora como el cuerpo de Jesús, Francisco toca una certidumbre: no es posible vivir sin hermanos.
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