viernes, 6 de abril de 2012

¿QUÉ MIRADA NOS SANA?

Como cada año, el Viernes Santo nos invita a leer el relato de la Pasión de Jesús (Jn 18,1-19,42). Podemos comenzar el día aceptando esta invitación, leyéndolo seguido, prestando atención  a los lugares, a los diferentes momentos… pero sobre todo, a los personajes (quiénes aparecen, cómo se sitúan ante Jesús, por qué…). Enseguida te darás cuenta de que hay muchísimos detalles. Con un poco de imaginación podemos pensar en los que fueron testigos directos, en cómo se esforzaron por recordar bien todo lo que pasó y en cómo después lo contaron una y otra vez. Lo que ocurrió fue muy importante. Generalmente, sólo contamos con tanto detalle las cosas importantes.
¿Por qué quisieron recordar esta historia los discípulos, aunque no les dejara en buen lugar? (Fíjate en el comportamiento de Pedro, que parece querer estar junto a Jesús pero a la hora de la verdad, le deja solo y le niega. Cae también en la cuenta de las personas que “no” están junto a la cruz…). El grupo de mujeres que permanece con él hasta el final nos puede ayudar a responder a esta pregunta.
“Junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Clopás, y María Magdalena”, nos dice Juan (19,25). Quien ha leído el evangelio desde el principio, sólo conoce a María, la madre. Las demás aparecen ahora por primera vez. Vamos a fijarnos en la escena, sobre todo en el intercambio de miradas. Ellas miran a Jesús y Jesús las mira a ellas. ¿Qué hay en cada una de estas miradas?
Podemos imaginar muy bien que las cuatro mujeres contemplarían la escena horrorizadas. Querían a Jesús, él les había hecho descubrir de una manera nueva a Dios, confiaban en él…  ¿Y ahora? ¿Por qué este fracaso? ¿Por qué la soledad, la angustia, el sinsentido, el dolor…? Es muy posible que ellas estuvieran “acostumbradas” a sufrir (hasta donde uno puede acostumbrarse a eso…), porque estaban “acostumbradas” a vivir. A lo largo de la historia, y a lo largo y ancho de nuestro planeta hoy, las mujeres gozan y sufren, se alegran, se entristecen, se hunden, se levantan, acompañan a otros, se dejan acompañar… Todo esto. Así le ocurre al que se mete a fondo en las situaciones de la vida y de las personas. Pero, ¿no es mejor esto que pasar por la vida “de puntillas” o protegiéndose? (aunque, en realidad, no hay vacuna que resista todo…).
Los ojos que estas mujeres dirigen a la cruz de Jesús son también los nuestros. ¿Por qué la vida es a veces tan difícil? ¿Por qué siempre hay algo o alguien que nos hace sufrir? No tenemos que irnos muy lejos… Todos tenemos alguna espina que de vez en cuando se nos clava o una cruz que llevar (dificultades con amigos o con nuestros padres, situaciones de ellos que nos duelen, problemas con los estudios, con el trabajo, económicas…). No digamos nada si somos capaces de echar la mirada un poco más allá, a nuestra sociedad, a nuestro mundo. Parece que “no hay vida ni mundo sin pasión”. Y Dios no lo quiere así, pero ahí está: junto a Jesús, junto a toda persona que sufre, junto a quien hace lo posible para que llevar la cruz sea más llevadero, junto a ti, junto a mí. Se hace amigo y compañero “a las duras y a las maduras”.
Pero la escena no queda ahí. Jesús también mira a las mujeres. ¿Qué descubrimos en su mirada? Amor y perdón, que no sólo se dirige a ellas, sino a todos; también a los que le condenan. Esto es algo que nos cuesta mucho creer, porque funcionamos con eso de “cada cual recibe lo que se merece”. Pero Jesús no nos da lo que nos merecemos. Nos ayuda a responsabilizarnos de nuestros actos, y responde siempre igual: con amor y perdón. Tras cada traspiés, caída, metedura de pata (grandes o no…), nos sigue mirando y diciendo: “levántate: sigo creyendo en ti”.
Ahora ya sabemos por qué los discípulos contaron tantas veces la Pasión: esta historia les ayudaba a cargar cada día con su propia cruz y, además, les recordaba que Dios no echa en cara ni “las guarda”: siempre perdona, reconcilia y acompaña.

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