Las personas somos seres relacionales. Las relaciones nos van configurando, nos van haciendo ser quienes somos. Las relaciones entre las personas son a la vez las más exigentes y las más plenificadoras, las que más gozo nos producen y las que más sufrimiento generan; y a su vez, son las que nos van humanizando. Entre estas relaciones está la amistad.
El amigo, la amiga, no son los amigotes, ni los conocidos, ni los contactos de las redes sociales… Son esa o esas pocas personas ante las cuales nos mostramos tal cual somos y, con todo, somos aceptados. Todos hemos tenido uno o varios amigos a lo largo de nuestra vida. En cada etapa de la vida este tipo de relación adquiere diversas modulaciones: los primeros aprendizajes dela infancia, la amistad idealizada en la adolescencia, la inolvidable de la juventud, las amistades adultas que saben de sus límites y de sus posibilidades. En todas ellas, ofrecemos lo mejor que somos y recibimos lo mejor que son y tienen los amigos.
La amistad no se elige, se encuentra aun cuando requiere trabajo, acercamiento, riesgo, saber perder, perdonar heridas, agradecer… Un amigo no se fabrica, se acepta. La misma edad, las mismas circunstancias, una historia parecida, un lugar común… ayudan a ensamblar esa relación en la cual comulgo con otra persona de igual a igual a niveles afectivos profundos. ¡Qué hermoso es tener un amigo! “El que tiene un amigo tiene un tesoro”.
Y qué no será cuando lo que nos une, más allá de las diferencias, es que hemos sido encontrados por Dios. No son ya las circunstancias e historias vitales en común, sino la aventura de seguir a Jesús, o buscar al Dios vivo que nos ha herido, a cada uno de modo particular. Ha sido Él el que nos ha unido, Él es la bisagra que ensambla nuestra amistad. Sólo en esta comunión, la amistad alcanza unas dimensiones nunca sospechadas; estamos unidos en el mismo amor de Dios y a Dios. La amistad adquiere tintes de fraternidad, hermanos de un mismo Padre.
El amigo, la amiga, no son los amigotes, ni los conocidos, ni los contactos de las redes sociales… Son esa o esas pocas personas ante las cuales nos mostramos tal cual somos y, con todo, somos aceptados. Todos hemos tenido uno o varios amigos a lo largo de nuestra vida. En cada etapa de la vida este tipo de relación adquiere diversas modulaciones: los primeros aprendizajes dela infancia, la amistad idealizada en la adolescencia, la inolvidable de la juventud, las amistades adultas que saben de sus límites y de sus posibilidades. En todas ellas, ofrecemos lo mejor que somos y recibimos lo mejor que son y tienen los amigos.
La amistad no se elige, se encuentra aun cuando requiere trabajo, acercamiento, riesgo, saber perder, perdonar heridas, agradecer… Un amigo no se fabrica, se acepta. La misma edad, las mismas circunstancias, una historia parecida, un lugar común… ayudan a ensamblar esa relación en la cual comulgo con otra persona de igual a igual a niveles afectivos profundos. ¡Qué hermoso es tener un amigo! “El que tiene un amigo tiene un tesoro”.
Y qué no será cuando lo que nos une, más allá de las diferencias, es que hemos sido encontrados por Dios. No son ya las circunstancias e historias vitales en común, sino la aventura de seguir a Jesús, o buscar al Dios vivo que nos ha herido, a cada uno de modo particular. Ha sido Él el que nos ha unido, Él es la bisagra que ensambla nuestra amistad. Sólo en esta comunión, la amistad alcanza unas dimensiones nunca sospechadas; estamos unidos en el mismo amor de Dios y a Dios. La amistad adquiere tintes de fraternidad, hermanos de un mismo Padre.
Carta de Asís, febrero 2015
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