Ayer por la tarde el portero automático me sacó de mis tareas. Con cierta contrariedad, porque mis planes de trabajo habían sido interrumpidos, fui a abrir. Preguntaban por un hermano capuchino. Bajé y me encontré con un chaval joven que no llegaría a treinta años, de Chile. Al sentarnos pensaba para mí: “aunque venga a pedir, es hijo de Dios, uno de sus preferidos y merece toda la atención”.
Está durmiendo en el albergue y comiendo en un comedor social. Se le ha perdido el NIE (Número de Identificación de Extranjero). Si hiciera los trámites para recuperarlo, al haber estado empadronado tres años en Burgos, podría acceder a una prestación no contributiva en cuatro o cinco meses, aunque sea de forma temporal. Mientras está buscando trabajo de camarero.
Me enseña los papeles de renovación con el coste de 7,03 euros. Me dice que no quiere el dinero, que le acompañe al banco para hacer el pago. Todo está muy claro, no hay posibilidad de engaño. Y cuando le digo que mañana iremos juntos al banco se le abre el cielo, se alegra y expresa su agradecimiento.
Me ha pedido ¡7,03 euros! Ese es todo su deseo. Eso es lo que necesita, ¡no más! Hay algo que se hace ridículo, desproporcionado… Él se sacia con 7,03 euros, una cantidad que se presenta como insignificante frente a nuestros gastos habituales. Pide algo que ni debilita la economía personal. Es lo mismo que cuando se te acercan por la calle los chavales de ACNUR, pidiéndote una aportación y te dicen que con un euro puedes salvar a una persona… ¿Qué ocurre? ¿Qué sucede? ¿Cómo puede ser esto? Hay una desproporción entre el dinero que manejamos y lo que podemos hacer con él y no hacemos. Es como si el dinero nos alejara de la realidad, o que nosotros no quisiéramos contactar con la realidad porque nos plantea estas contradicciones… Como si viviéramos, realidad y nosotros, en dos planos diferentes.
Pero no todo es dinero… al final de la conversación, muy educadamente, agradece con insistencia el que le haya tratado con empatía porque hay demasiada gente en la calle con necesidad, y muchas veces los pocos trabajadores sociales no tienen el tiempo y la serenidad como para tratar a cada persona con el cuidado suficiente.
Me quedo pensando en lo mucho que se puede hacer con un poco de empatía y 7,03 euros.
Javier Morala, capuchino
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