Hay veces que a uno se le pasan por la cabeza ideas de lo más peregrinas. Durante un viaje en tren pensaba en los camellos, sí en esos animales del desierto. Y me resultaba difícil imaginarlos asilvestrados, antes de que fueran utilizados por las personas para el transporte. Como si los pobres camellos no tuvieran más sentido en este universo que estar al servicio de los humanos.
Pero es que estos pensamientos inconsistentes me llevaban a no encontrar sentido a las plantas, las rocas o los insectos que están fuera del alcance de los hombres, perdidos en cualquier selva. Como si su sentido estuviera a expensas del uso que podríamos darles las personas, directa o indirectamente.
Eso de asociar el sentido de algo a su utilidad creo que tiene más fuerza de lo que me parecía. De hecho, acabo de darme cuenta que encadenar una actividad tras otra tiene tanto poder sobre mí, no sólo porque me ocupa y me entretiene, sino sobre todo, porque parece alimentar mi búsqueda de sentido al percibirme útil, productivo.
Pero habría otra forma de entender este tema. Y es asociar el sentido de la vida, no a lo que haces, sino a tu misma existencia. Es decir, por el hecho de existir en este mundo, tu vida ya tiene un sentido, ya está sostenida: “no pretendo grandezas que superan mi capacidad. No, me mantengo en paz y silencio como un niño en brazos de su madre” (Salmo 131). No necesitamos hacer nada, sólo por el simple hecho de “ser” nuestra vida ya tiene valor, ya tiene una orientación. Pero para percibirlo necesitamos pararnos, abrirnos, dejarnos ser en medio de la realidad y dejar que ella te inunde y te guíe. Necesitamos -desde nuestra conquistada autonomía- dejar que la vida tome la iniciativa y permitirnos empapar por ella, por todo lo que te da, sin necesidad de hacer nada.
Es lo que creo que conseguía la niña ciega y sorda, de la película “La historia de Marie Heurtin”. Y lo hacía sin la capacidad de la vista o el oído, y durante mucho tiempo sin poder comunicarse verbalmente. Pero con un sentido del tacto desarrollado infinitamente se fusionaba con la realidad viviéndola y disfrutándola, en algunos momentos, tan intensamente que despertaba en mí, admiración y hasta envidia. Creo que la niña sentía como nadie la incondicionalidad del desprendimiento de Dios con nosotros, en cada instante de la existencia. Cuando uno ha experimentado que la realidad es tan generosa y tan desbordante, puede decir convencido que “todo el que pide recibe, y el que busca encuentra” (Mt 7, 7) porque sabe que la existencia quiere darse y sólo necesita alguien que se abra a ella.
Javi Morala, capuchino
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