Cuando éramos niños teníamos una capacidad de asombro que nos llevó a aprender, a investigar, a buscar… pero a medida que nos vamos haciendo mayores perdemos esa capacidad y nos parece que todo lo sabemos, que todo lo conocemos y que ya nada nos puede sorprender en la existencia que nos toca vivir.
“Asombro” significa “al otro lado de la sombra”, y “sombra” significa oscuridad o ausencia de luz. Pues, el asombro nos hace salir de la oscuridad para ver lo iluminado, para observar el lado luminoso de las cosas, de las personas… y descubrir algo que no se conocía. Por tanto, si estamos cerrados a esta capacidad de asombro, estaremos cerrados a lo nuevo que pueda traernos la vida de cada día. O, ¿no es asombroso el amor, la amistad, la familia…la vida misma?
Estamos rodeados de tantas pantallas de televisión, ordenadores… en las que vemos mucho dolor, mucho sufrimiento, y también mucha belleza, altruismo, pero vivimos tan deprisa que no hay tiempo para el asombro de lo bueno ni de lo malo que existe en el mundo.
Quizá estemos tan ocupados que no podamos mirar a nuestro alrededor para abrir los ojos y ver todo lo que se nos ofrece en la naturaleza, en las relaciones y con Dios.
¿No es asombroso que podamos relacionarnos con Dios? El Dios que se revela en su Hijo Jesús y que quiere comunicarse con cada uno de nosotros.
Estamos tan acostumbrados a oír que Dios está con nosotros, que nos quiere, que ha venido a salvarnos que ya ni nos sorprende, ni nos asombra. ¡Dios mismo me busca cada día y quiere tener una historia de amor conmigo! ¿No es algo que nos deja boquiabiertos? Y, ¿qué le decimos?
Carta de Asís, marzo 2016
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