Hay una escena franciscana muy emotiva en 2ª Celano 200 cuando está Francisco celebrando la Navidad con sus hermanos “recordando con lágrimas la penuria que rodeó a aquel día la Virgen pobrecilla”. Cree Francisco que es de pena ver que una mujer que da a luz no tenga el marco adecuado, las ropas para el bebé, la compañía de otras mujeres que ayuden, lo necesario para reconfortar a la parturienta. María no tuvo nada de esas cosas y esa pobreza conmueve a Francisco. Entonces ocurre lo inesperado: un hermano, en la misma línea, recuerda “la falta de todo lo necesario en Cristo”. Recuerda no solo la pobreza de la madre, sino también la del hijo. Y Francisco no aguanta más: “Se levanta al momento de la mesa y, bañado en lágrimas, termina de comer el pan sentado sobre la tierra desnuda”. Es decir, come la comida de Navidad como si fuera una comida penitencial, una comida de cuaresma, como si la pobreza de Jesús se llevara por delante el gozo del nacimiento.
Lo que estremece a Francisco es el nacimiento pobre de Jesús. Él no deja de ver en Jesús al rey que adora; pero la pobreza se pone delante de sus ojos como el misterio que envuelve a Jesús. No es de extrañar que no se cansara de repetir a sus hermanos que “la pobreza es camino especial de salvación” porque fue el camino que utilizó el mismo Jesús.
Bien aprendió esto su fiel discípula santa Clara. Cuando en el cap. II de su Regla anima a sus hermanas a vestir el pobre hábito de la clarisa, dice que lo hagan “por amor del santísimo y amadísimo Niño envuelto en pobrecillos pañales”. La Regla es un documento legal, canónico. Que en un documento así aparezca la expresión “pañales pobrecillos” es insólita. No solamente refleja el carácter femenino de Clara, que entiende mejor que un hombre la angustia de dar a luz y tener que envolver al nacido en ropitas pobres, sino que ha aprendido también lo de Francisco: que la Navidad es, ante todo, misterio de pobreza.
En Navidad se anima a los cristianos a acentuar su solidaridad con lo pobres, cosa que se traduce en una mayor abundancia de limosnas. Y eso está bien. Pero Francisco pediría a sus hermanos y hermanas algo más: hay que contemplar la Navidad como un misterio de honda pobreza, de ocultamiento en la limitación, de valoración de lo humilde. Eso habría de llevar a la certeza del valor de la dignidad de toda persona, singularmente de los empobrecidos porque en ellos hay más riesgo de que se pierda tal perspectiva. Una Navidad para la dignidad. Eso es lo que demanda el espíritu franciscano.
Fidel Aizpurúa, capuchino
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