martes, 21 de mayo de 2019

EL SEMÁFORO EN ROJO Y EL CORAZÓN EN VERDE

Estaba de pie frente al semáforo en rojo. Eran las diez de la noche y volvía cansado y hambriento de un viaje en tren y de un día entero fuera de casa. En la espera, respiraba hondo y el oxígeno renovaba las células y despejaba mi cansancio mental. Cada inspiración era más placentera todavía; pero el disfrute iba más allá de lo meramente físico. Era como si el tiempo se hubiera parado; como que la existencia completa se recogiera en aquel instante; como que toda la vida estuviera, con su intensidad infinita, latiendo en ese momento. No necesitaba nada más, lo tenía todo. Ese instante insignificante me sostenía.

Todavía estaba el paso de peatones en rojo, cuando un señor lo cruzó apresuradamente. Me veía reflejado en él cuando tantas veces he obrado de manera semejante, sintiéndome “el más listo de la clase” porque vivía más intensamente, porque podía arañarle unos segundos al reloj. Segundos que me permitieran hacer otra cosa más, que me posibilitaran incorporar a mi mochila de realizaciones una actividad suplementaria, colgar en mi pecho inflado una medalla más. Es el autoengaño de que la vida tiene más sentido si la llenas de actividades, que el aburrimiento se puede borrar con entretenimientos, que es posible huir del vacío personal con placer, que puedes engrandecer tu persona alimentando tu ego.

Me parece que aprovecho más el tiempo cuando el reloj marca mi ritmo vital y no me doy cuenta que me pierdo la intensidad de la vida anclada en cada instante aparentemente insignificante. Ahora entiendo mejor eso que le dijo Isabel a su prima María de Nazaret cuando fue a verla: “Feliz tú porque has creído”. Es feliz porque cree que la existencia está preñada de Dios, porque sabe que su presencia lo inunda todo. No hace falta buscar algo extraordinario o emocionante para gozar de la vida. Cada momento, cada encuentro, por trivial que parezca, tiene escondido un fuego esperándonos. No vayamos ansiosos en su busca, despejemos interferencias y dejemos que nos alcance, que nos sorprenda.
Javier Morala, capuchino

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