Comenzamos siempre el año, el uno de enero, como fiesta dedicada a la Virgen. Me viene a la memoria que entonces el Papa Francisco, nos decía que había que comenzar este año con una actitud de asombro, “porque la vida es un don que siempre nos ofrece la posibilidad de comenzar de nuevo”.
Sin esa capacidad de asombrarnos, corremos el riesgo de vivir la vida de forma gris, rutinaria. También nuestra vida de fe y nuestra Iglesia corren el mismo peligro. Al llegar el mes de mayo, el de las flores, podemos renovar nuestra mirada acompañados por María. De he hecho, como nos dice el Papa, “un mundo que mira al futuro sin mirada materna es miope. Podrá aumentar los beneficios, pero ya no sabrá ver a los hombres como hijos. Tendrá ganancias, pero no serán para todos, viviremos en la misma casa, pero no como hermanos. La familia humana se fundamenta en las madres…” Quienes somos de tradición matriarcal lo entendemos muy bien. En este mundo fragmentado, en el que hay tanta soledad y dispersión, en este mundo totalmente conectado que parece cada vez más desunido, la figura de María nos recuerda que para consolar no son suficientes las palabras, sino que se necesita la presencia. Ella está presente como Madre, dispuesta a abrazar nuestra vida.
Dios no prescindió de la madre. Por eso también nosotros la necesitamos. Los Evangelios nos recuerdan que Jesús nos dio a su madre en un momento especial, no en un momento cualquiera. Nos la dio en la Cruz. Así lo expresó ante el discípulo amado, ante cada discípulo: “Ahí tienes a tu madre” (Jn 19,27).
De alguna manera pedimos y queremos que la Madre de Dios nos agarre de la mano y nos enseñe su mirada sobre la vida. Le pedimos que vuelva su mirada sobre nosotros. Así lo expresamos en le rezo de la Salve: “vuelve a nosotros tus ojos misericordiosos”. Ella es la Reina de la Paz, que nos lleva por el camino del bien, crea unidad entre los hijos y educa en la compasión.
En este mes de mayo, hagamos nuestras estas palabras de San Bernardo Abad: “En los peligros, en las angustias, en las dudas, piensa en María, invoca a María. No la apartes de tu boca, no la apartes de tu corazón y, para conseguir la ayuda de su oración, no te separes del ejemplo de su vida. Si la sigues, no te extraviarás; si le suplicas, no te desesperarás; si piensas en ella, no te equivocarás; si te coges a ella, no te derrumbarás; si te protege, no tendrás miedo; si te guía, no te cansarás; si te es favorable, alcanzarás la meta, y así experimentarás que con razón se dijo: Y el nombre de la Virgen era María”.
Benjamín Echeverría, capuchino
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