Tienen una cierta razón porque la superficialidad humana nos lleva a celebrar aunque no haya contenidos o aunque los presuntos contenidos de la fiesta sean tópicos, rutinarios, embadurnados en un consumo del que no sabemos ni queremos desprendernos. Efectivamente, si hay, según sus detractores, unas fiestas vacuas esas son las de Navidad.
Y, sin embargo, podrían tener un sentido si entendiéramos estas y otras celebraciones similares como el afán, quizá por sendas equívocas, que los humanos tenemos de celebrar el misterio de la vida, esa maravilla que es que, mal que bien, los tres mil millones de unidades químicas que conforman cada una de nuestras moléculas de ADN funcionen.
Se podría celebrar la maravilla que es la identidad individual y la brillante y emocionante diversidad que acompaña a la vida, la certeza honda de que la vida proviene de la vida. El pasado y el futuro abrazados en una estructura molecular en forma de doble hélice. Toda vida surge de otra vida sin necesidad de invocar ningún fenómeno sobrenatural para explicar un proceso tan natural.
¿Y dónde queda, para un creyente, el misterio de la encarnación? Pues justamente en eso: en la contemplación del misterio de ser carne en Jesús de Nazaret y de cada persona que ha transitado por las sendas de esta misteriosa vida. Quizá bastaría un buen paseo por el campo, un rato de silencio, una lectura luminosa para celebrar la Navidad en modos alternativos que nos ayuden a superar el disgusto social con el que muchas personas nos acercamos a estos días.
Fidel Aizpurúa, capuchino
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