En la primavera de 1986, el reactor número 4 de Chernóbil se incendió y explotó, enviando un penacho de radiación atómica a la atmósfera. La catástrofe obligó a más de 100.000 personas a abandonar sus hogares. Inmediatamente se creó una zona de exclusión de un radio de 30 kilómetros alrededor del reactor, dejando vacías dos grandes ciudades, así como más de 100 pueblos y multitud de granjas.
Mucha gente piensa que la zona que rodea la central nuclear de Chernóbil es hoy un escenario post-apocalíptico, un lugar desolado y muerto. Sin embargo, la ciencia nos dice algo muy diferente.
Los investigadores han descubierto que el terreno que rodea la central, vedado a los humanos desde hace más de tres décadas, se ha convertido en un refugio para la fauna, con bisontes, alces, ciervos, caballos, jabalíes, lobos, linces, cigüeñas negras y otros animales que habitan en los espesos bosques circundantes.
La llamada Zona de Exclusión de Chernóbil (ZEC), que abarca 2.800 km2 en el norte de Ucrania, es la tercera reserva natural más grande de Europa continental y se ha convertido en un experimento icónico -aunque accidental y trágico en su origen- de “vuelta a un estado silvestre” (rewilding, en inglés).
La ZEC es un ejemplo fascinante del poder de la naturaleza para recuperarse de la degradación.
Otro ejemplo similar es el del antiguo Telón de Acero que dividió Europa. Durante décadas, esa franja de tierra fuertemente militarizada dividió el Este y el Oeste del continente. Hasta 1989, como si de una larga y profunda herida se tratase, atravesaba Alemania y los Balcanes llegando al Mar Negro y al Adriático.
Para las personas, el Telón de Acero fue durante décadas una barrera impenetrable. Pero, para la naturaleza, se convirtió en una magnífica oportunidad, en una zona libre de la ocupación humana. Precisamente allí donde el alambre de espino, las torres de vigilancia y los campos de minas dividían Europa, se desarrolló un hábitat ecológico libre de interferencias a lo largo de 12.500 km de frontera.
El bautizado como Cinturón Verde Europeo es otro de los grandes experimentos contemporáneos de vuelta a un estado silvestre.
Como europeo, me resulta casi inevitable asociar estos dramáticos ejemplos de nuestra historia con la experiencia central de la fe cristiana. Los paralelismos son muchos: Allí donde se sembró la destrucción y la muerte, ha resurgido con fuerza la vida y la esperanza. Allí donde se instaló la división y el enfrentamiento, se ha dado paso a la unión y al entendimiento. Como si de un Pentecostés de la Creación se tratase, el espíritu de la reconciliación ha transformado el miedo en paz, la degradación en restauración, la muerte en resurrección.
En estos procesos de restauración ecológica resuenan también las parábolas y mensajes de Jesús. Resulta casi evidente que el maestro de Nazaret escogiese tantos ejemplos de la naturaleza para describir el sentido de su misión, el sentido del Reino de Dios y el sentido de su vida. La semilla enterrada, el lento y oculto crecimiento vegetal, el fruto que se multiplica inesperadamente: todas son metáforas que expresan la centralidad de la esperanza y la experiencia de la resurrección.
En todos los casos, sin embargo, la paciencia resulta imprescindible. Porque cualquier proyecto de restauración ecológica demanda tiempo, normalmente décadas, para ver el resultado. La germinación de la semilla, el crecimiento de la planta y la producción de fruto también requieren del tiempo. Y la resurrección solo puede captarse en el transcurrir, “al tercer día”, echando la vista atrás.
Todas las heridas —las que marcan la historia de los pueblos, la geografía física y la propia creación— demandan tiempo para transformarse en cicatrices. Cicatrices que nos recuerdan el dolor pasado, sí, pero que pueden convertirse en símbolos de esperanza. Símbolos de resurrección.
Jaime Tatay, sj
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