En los primeros tiempos de la pandemia muchos pensamos que la solidaridad se generalizaría en nuestra sociedad. Hubo signos de ello, pero ahora perece que continuamos con el “sálvese quien pueda”. En este reino del individualismo hay un imaginario social según el cual cada uno se labra su propio destino. Esto se da en lo económico, en la cultura, en las relaciones entre países… De este modo, el problema de la pobreza, la violencia, la exclusión no sería tanto cuestión estructural como individual. La sociedad no es responsable de la situación de estas personas; han sido ellas mismas las que se lo han buscado. “Si hubieran estado atentas, si se hubieran esforzado, si hubieran elegido otras amistades, etc. etc.”
Siendo esto así, no hay por qué preocuparse por la suerte de los demás. A lo más, desde la buena voluntad se podrá atender a los necesitados de arriba hacia abajo, de un modo paternalista. Por lo tanto, queda tranquila la conciencia del que le va bien en la vida, y queda culpabilizada la del que le va mal. Muchas víctimas de la vida, además de serlo, se sienten culpables y merecedoras de su suerte. Es la responsabilidad internalizada.
Sin embargo, la realidad es más compleja porque en la situación de las personas también intervienen, y de modo mucho más determinante de lo que se cree, otros factores. Hay factores que convierten inhumana la lógica del “sálvese quien pueda”. Por ello, la solidaridad primeramente es reconocer a la persona necesitada en su dignidad de persona. Es también percibir y denunciar que la sociedad tiene unos modos de funcionar injustos; que mientras algunas personas son excluidas y violentadas otras sacan tajada de su posición ventajosa. Y la solidaridad es también, cómo no, apoyar con medios para que los que les va mal en la vida se hagan protagonistas del cambio a una vida más digna ayudándoles, promoviéndoles y dándoles la libertad de dirigir sus existencias.
Carta de Asís, septiembre 2021
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