Llevo ya dos años haciendo una travesía por Urbasa por refugios no guardados, solo. Cuando llevas dos horas atravesando un bosque inmenso de hayas, sombrío y silencioso, caminando con todo lo que necesitas para sobrevivir en la mochila, sin preocuparte de nada, pendiente solo del siguiente paso que vas a dar, te envuelve un sentir inexplicable, una calma, un sosiego suave. Creo que tiene que ver con el “flow”, el “fluir” del que tanto se habla.
Al llegar al refugio del día, me lo encontraba más o menos sucio y lo primero que hacía era limpiarlo. Si iba a hacer fuego, recogía leña. Me acercaba a la fuente más cercana y me daba una ducha improvisada, ayudado del cazo de la sopa, pero sin calentar el agua. A los jadeos por el agua fría le sucedía una sensación enorme de relajación y descanso. Me ponía ropa limpia y comía o merendaba dependiendo de lo largo de la caminata. Lavaba la ropa y la ponía a secar para el día siguiente. Leía y oraba, miraba el paisaje, preparaba la ruta del día siguiente y llegaba un momento en que se me terminaban las cosas que hacer. Buscaba qué hacer pero ya lo había terminado todo.
Estaba en un bosque, solo, sin cobertura, sin nada que hacer, en silencio… En ese momento ya claudicaba y dejaba de buscar con qué más entretenerme. Entonces me quedaba, simplemente, mirando cómo las hojas de un árbol se agitaban por el viento y mostraban sus diferentes tonos verdosos del haz y del envés. El colorido cambiante de cientos de hojas, en ese balanceo continuo, me dejaban embelesado. También me asombraba cómo la luz del sol atravesaba las ramas tupidas del bosque de hayas mostrando unos claroscuros caprichosos y reveladores. Y detrás de todo ello había algo, en el fondo de esas hojas y esas luces se intuía una presencia, una densidad existencial, que no sólo no era capaz de controlar, sino que tampoco era capaz de percibir con los sentidos, pero sí captar inexplicablemente. Era como la Presencia que está detrás de todo cuanto existe, como algo que está en el fondo, en el origen de todo. Algo o Alguien infinito y trasparente, presente e invisible, como un hilo de silencio sonoro. Es como lo que escribieron del profeta Elías, que en la búsqueda de Dios se da cuenta que no lo encuentra en lo llamativo o estimulante: no está ni en el huracán, ni en el terremoto, ni en el fuego, sino en una “brisa tenue”, casi imperceptible… (1 Reyes 19, 9.11-16).
Inmerso en la madre naturaleza, en la soledad del refugio, esa presencia delicada que experimentaba sin poder identificarla con una sensación, llenaba y serenaba mi pecho. Algo sutil me daba sentido, inapreciablemente satisfacía mi ser. ¡¡Qué maravillosa la existencia!! ¡¡Qué regalo!! ¡¡Qué suerte!! ¡¡Qué gracia, en lenguaje cristiano!!
Después del disfrute de tanto recibido me doy cuenta de lo difícil que es para mí vivir esta Presencia en el día a día, y de esta manera tan sutil y tan auténtica. La oración personal me ayuda mucho, pero mi tendencia natural a ocuparme de cosas y más cosas, y el montón de posibilidades que se me ofrecen hoy en día, y que yo no acabo de saber echar a un lado, me suponen un inconveniente mayúsculo.
Había un monje que estaba barriendo el suelo del templo con una escoba. Pasó otro monje al lado y le dijo: “demasiado ocupado”. Así que el monje que estaba barriendo le respondió: “Deberías saber que aquí hay uno que no está ocupado”. Esta réplica sugiere que aunque él está externamente ocupado, hay una parte en su interior que está en calma, que no está ajetreada. Hay una intimidad en él que está habitada. Ese espacio de intimidad que nos enlaza con lo más sagrado de la vida, es del que habla Jesús cuando dice: “Cuando tú vayas a orar, entra en tu habitación, cierra la puerta y reza a tu Padre en lo escondido” (Mt 6, 6). Entra en tu habitación… cierra la puerta… tu Padre en lo escondido… una presencia…
Al llegar al refugio del día, me lo encontraba más o menos sucio y lo primero que hacía era limpiarlo. Si iba a hacer fuego, recogía leña. Me acercaba a la fuente más cercana y me daba una ducha improvisada, ayudado del cazo de la sopa, pero sin calentar el agua. A los jadeos por el agua fría le sucedía una sensación enorme de relajación y descanso. Me ponía ropa limpia y comía o merendaba dependiendo de lo largo de la caminata. Lavaba la ropa y la ponía a secar para el día siguiente. Leía y oraba, miraba el paisaje, preparaba la ruta del día siguiente y llegaba un momento en que se me terminaban las cosas que hacer. Buscaba qué hacer pero ya lo había terminado todo.
Estaba en un bosque, solo, sin cobertura, sin nada que hacer, en silencio… En ese momento ya claudicaba y dejaba de buscar con qué más entretenerme. Entonces me quedaba, simplemente, mirando cómo las hojas de un árbol se agitaban por el viento y mostraban sus diferentes tonos verdosos del haz y del envés. El colorido cambiante de cientos de hojas, en ese balanceo continuo, me dejaban embelesado. También me asombraba cómo la luz del sol atravesaba las ramas tupidas del bosque de hayas mostrando unos claroscuros caprichosos y reveladores. Y detrás de todo ello había algo, en el fondo de esas hojas y esas luces se intuía una presencia, una densidad existencial, que no sólo no era capaz de controlar, sino que tampoco era capaz de percibir con los sentidos, pero sí captar inexplicablemente. Era como la Presencia que está detrás de todo cuanto existe, como algo que está en el fondo, en el origen de todo. Algo o Alguien infinito y trasparente, presente e invisible, como un hilo de silencio sonoro. Es como lo que escribieron del profeta Elías, que en la búsqueda de Dios se da cuenta que no lo encuentra en lo llamativo o estimulante: no está ni en el huracán, ni en el terremoto, ni en el fuego, sino en una “brisa tenue”, casi imperceptible… (1 Reyes 19, 9.11-16).
Inmerso en la madre naturaleza, en la soledad del refugio, esa presencia delicada que experimentaba sin poder identificarla con una sensación, llenaba y serenaba mi pecho. Algo sutil me daba sentido, inapreciablemente satisfacía mi ser. ¡¡Qué maravillosa la existencia!! ¡¡Qué regalo!! ¡¡Qué suerte!! ¡¡Qué gracia, en lenguaje cristiano!!
Después del disfrute de tanto recibido me doy cuenta de lo difícil que es para mí vivir esta Presencia en el día a día, y de esta manera tan sutil y tan auténtica. La oración personal me ayuda mucho, pero mi tendencia natural a ocuparme de cosas y más cosas, y el montón de posibilidades que se me ofrecen hoy en día, y que yo no acabo de saber echar a un lado, me suponen un inconveniente mayúsculo.
Había un monje que estaba barriendo el suelo del templo con una escoba. Pasó otro monje al lado y le dijo: “demasiado ocupado”. Así que el monje que estaba barriendo le respondió: “Deberías saber que aquí hay uno que no está ocupado”. Esta réplica sugiere que aunque él está externamente ocupado, hay una parte en su interior que está en calma, que no está ajetreada. Hay una intimidad en él que está habitada. Ese espacio de intimidad que nos enlaza con lo más sagrado de la vida, es del que habla Jesús cuando dice: “Cuando tú vayas a orar, entra en tu habitación, cierra la puerta y reza a tu Padre en lo escondido” (Mt 6, 6). Entra en tu habitación… cierra la puerta… tu Padre en lo escondido… una presencia…
Javi Morala, capuchino
Uffff; me cuesta imaginar otra manera de describirlo … Gracias por ponerlo en palabras
ResponderEliminarGracias Almudena por leerlo dejándote empapar!!! Un abrazo
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