En muchos momentos de la historia se ha dado un enfrentamiento u oposición entre la Iglesia y el mundo. El mundo ha considerado a la religión y a la Iglesia como algo que se opone al progreso o la luz de la razón. La Iglesia, por otra parte, fácilmente ha condenado al mundo.
En muchos momentos de la historia se ha dado un enfrentamiento u oposición entre la Iglesia y el mundo. El mundo ha considerado a la religión y a la Iglesia como algo que se opone al progreso o la luz de la razón. La Iglesia, por otra parte, fácilmente ha condenado al mundo. Reconociendo los aspectos positivos que hay en nuestra cultura, en la mentalidad y en el modo moderno de vivir, no siempre es fácil el diálogo entre ambos. Dentro de la propia Iglesia han existido dos posturas, por así decir. La que se centrado en remarcar o acentuar lo que nos diferencia de la sociedad en la que vivimos, y la que se centra en ver lo que nos une y facilita la comprensión y difusión del Evangelio.
La vida nos enseña que, cuando únicamente valoramos lo nuestro, nos cerramos a los demás y caemos en el error de condenar lo que es distinto a nosotros. A la Iglesia le puede pasar lo mismo: cuando se encierra en sí misma, tiene graves dificultades para cumplir su “ser misionero”. La Iglesia y la fe no crecen nunca por imposición o proselitismo, sino por atracción; es decir, por el testimonio de vida de los creyentes dado a los demás.
En numerosas ocasiones el Papa Francisco ha hablado de uno de los peligros más destructores que acechan a la Iglesia: la autorreferencialidad. Es una palabra rara que la entendemos mejor con las imágenes de “estar encorvado sobre uno mismo” o “mirarse el propio ombligo”.
Cuando la Iglesia está muy pendiente de sí misma y habla un lenguaje que no suena a Evangelio o repite un discurso que la gente no comprende, algo falla. Tal vez tengamos el peligro de repetir un lenguaje que en otras épocas resultó muy acertado pero tal vez hoy quienes lo escuchan no entienden nada o entienden “otra cosa”. Hay quien dice que puede ocurrir que nuestro lenguaje, queriendo defender los grandes principios, oculte los verdaderos problemas.
Si la tarea de la Iglesia es trasmitir el Evangelio, evangelizar, ha de ser capaz de llegar a la vida real de las personas y ser capaz de ofrecer luz y sentido a esas situaciones personales en las que se encuentran los que reciben el evangelio. El evangelio de Juan nos recuerda que “quien se ama a sí mismo, se pierde” (Jn 12,25). Lo propio del amor cristiano es la referencia al otro.
Me gustó una imagen que explica la misión de la Iglesia. La nuestra ha de ser una “Iglesia lunar”. San Ambrosio utilizaba esta imagen para dar a entender que, del mismo modo que la luna recibe toda su luz del sol y la refleja durante la noche, así la misión de la Iglesia está en irradiar la luz de Cristo en la noche del mundo de los hombres y hacer posible la esperanza. La Iglesia no existe en función de sí misma, sino de Cristo y en función del mundo al que debe servir mediante el testimonio del Evangelio.
La Iglesia es luz, pero como la luz de la luna. La luz de las gentes no es la Iglesia, sino Cristo. Si la Iglesia es luz es porque la recibe y no se la queda en sí misma, sino que la refleja hacia fuera de ella.
En muchos momentos de la historia se ha dado un enfrentamiento u oposición entre la Iglesia y el mundo. El mundo ha considerado a la religión y a la Iglesia como algo que se opone al progreso o la luz de la razón. La Iglesia, por otra parte, fácilmente ha condenado al mundo. Reconociendo los aspectos positivos que hay en nuestra cultura, en la mentalidad y en el modo moderno de vivir, no siempre es fácil el diálogo entre ambos. Dentro de la propia Iglesia han existido dos posturas, por así decir. La que se centrado en remarcar o acentuar lo que nos diferencia de la sociedad en la que vivimos, y la que se centra en ver lo que nos une y facilita la comprensión y difusión del Evangelio.
La vida nos enseña que, cuando únicamente valoramos lo nuestro, nos cerramos a los demás y caemos en el error de condenar lo que es distinto a nosotros. A la Iglesia le puede pasar lo mismo: cuando se encierra en sí misma, tiene graves dificultades para cumplir su “ser misionero”. La Iglesia y la fe no crecen nunca por imposición o proselitismo, sino por atracción; es decir, por el testimonio de vida de los creyentes dado a los demás.
En numerosas ocasiones el Papa Francisco ha hablado de uno de los peligros más destructores que acechan a la Iglesia: la autorreferencialidad. Es una palabra rara que la entendemos mejor con las imágenes de “estar encorvado sobre uno mismo” o “mirarse el propio ombligo”.
Cuando la Iglesia está muy pendiente de sí misma y habla un lenguaje que no suena a Evangelio o repite un discurso que la gente no comprende, algo falla. Tal vez tengamos el peligro de repetir un lenguaje que en otras épocas resultó muy acertado pero tal vez hoy quienes lo escuchan no entienden nada o entienden “otra cosa”. Hay quien dice que puede ocurrir que nuestro lenguaje, queriendo defender los grandes principios, oculte los verdaderos problemas.
Si la tarea de la Iglesia es trasmitir el Evangelio, evangelizar, ha de ser capaz de llegar a la vida real de las personas y ser capaz de ofrecer luz y sentido a esas situaciones personales en las que se encuentran los que reciben el evangelio. El evangelio de Juan nos recuerda que “quien se ama a sí mismo, se pierde” (Jn 12,25). Lo propio del amor cristiano es la referencia al otro.
Me gustó una imagen que explica la misión de la Iglesia. La nuestra ha de ser una “Iglesia lunar”. San Ambrosio utilizaba esta imagen para dar a entender que, del mismo modo que la luna recibe toda su luz del sol y la refleja durante la noche, así la misión de la Iglesia está en irradiar la luz de Cristo en la noche del mundo de los hombres y hacer posible la esperanza. La Iglesia no existe en función de sí misma, sino de Cristo y en función del mundo al que debe servir mediante el testimonio del Evangelio.
La Iglesia es luz, pero como la luz de la luna. La luz de las gentes no es la Iglesia, sino Cristo. Si la Iglesia es luz es porque la recibe y no se la queda en sí misma, sino que la refleja hacia fuera de ella.
Benjamín Echeverría, capuchino
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