La puerta cerrada bloquea el paso, es un muro de oposición, el empecinamiento de quien piensa que la identidad sale fortalecida del aislamiento, cuando es al revés. Pero aun así, la humanidad, terca, se filtra por la rendija de debajo de la puerta y su aroma se expande por la casa, como el nardo aquel de Betania (Jn 12,3). Con una grieta le es suficiente a la vida para florecer. Es la “empecinada resistencia” del bien que se vierte en la vida, aunque no sepamos cual es su fuente y origen,
Adviento es tiempo propicio para creer en la “promesa permanente” de que lo humano, el bien, está ahí, muchas veces sojuzgado por el mal, muchas veces desterrado por los apóstoles de la infelicidad. Lo “auténtico” sigue haciendo parte del caudal de la vida.
Conectamos así con lo más propio del Adviento: alimentar la esperanza, leer los signos de los tiempos desde la perspectiva de la esperanza. Y, como dice el final de la LS’ (244): «Que nuestras luchas y nuestra preocupación por este planeta no nos quiten el gozo de la esperanza». Tras ese gozo que eclosiona en la Navidad van los caminos del Adviento.
Fidel Aizpurúa, capuchino
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