Con mayor afecto que a las demás criaturas carentes de razón, Francisco amaba al sol y al fuego. Y se explicaba así: «Por la mañana, cuando nace el sol, todos deberían alabar a Dios, porque ha creado el sol para nuestra utilidad: por él nuestros ojos ven la luz del día. Y por la tarde, al anochecer, todo hombre debería alabar a Dios por el hermano fuego; por él ven nuestros ojos de noche. Todos, en efecto, somos como ciegos, y el Señor da luz a nuestros ojos por estos dos hermanos nuestros. Por eso, debemos alabar especialmente al Creador por el don de estas y de otras criaturas de las que nos servimos todos los días». (Espejo de perfección, XI, 119)
Necesitamos que el fuego de Dios arda en nuestros corazones. Nuestra vida interior necesita ese fuego, ese amor, esa presencia del Espíritu. Acercarse a él es calentar e iluminar nuestra vida. Alejarse, llenarnos de frío y oscuridad. Así es nuestro Dios, claridad, belleza, alegría y fuerza. Como el hermano fuego.
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