El gozo de estar aquí, de respirar, de ser parte de este entramado de luces y de sombras no siempre se presenta en los destellos evidentes del júbilo. Son muchos los tonos intermedios en los que el himno se deja oír: umbrales ocultos, instantes menudos donde la vida se nos revela en su gratuidad desnuda. Existe una felicidad callada en el hecho de existir, una fiesta tranquila que nos acoge. Emily Dickinson, la dama blanca, desde su retiro voluntario en Amherst, nos lo recuerda con la intensidad de quien se ha atrevido a contemplar y ha descubierto que todo está tejido de asombros pequeños que conforman el milagro. Un gorrión que picotea migas en la ventana, la luminosidad del alba que se fragmenta en las gotas de lluvia, un recuerdo o una esperanza. Nada de esto parece extraordinario y, sin embargo, todo es signo de un misterio, una invitación al júbilo. La poesía de Dickinson, tan contenida y despojada, nos enseña a detenernos, a escuchar las notas más tenues del pentagrama.
Pero esta alegría no es ingenua. No ignora la negrura, el desgaste, la certeza de lo efímero. La poeta que apenas salió de su casa, que tanto meditó sobre la muerte, no habla desde una inocencia ciega, sino que la suya es una lucidez que asume la fragilidad de todo lo vivo. Y es precisamente esto lo que hace más honda aún esa alegría, más plena.
Simone Weil escribió que «lo contrario de la tristeza es la realidad». Llevo años pensando en esta afirmación brillante y paradójica, porque solemos creer que la tristeza se opone a la alegría, pero Weil nos invita a mirar más allá. La tristeza nace muchas veces del desencuentro con lo real, de la distancia entre lo que anhelamos y lo que nuestra pupila enfoca. La alegría, en cambio, no es una emoción pasajera, sino un asentimiento profundo a la vida tal como nos viene y se nos dona. No es evasión ni embriaguez, sino presencia plena y pura, como la del padre enfermo de Christian Bobin, que revela su hijo lo siguiente: «La enfermedad de Alzheimer quita lo que la educación ha puesto en las personas y hace surgir el corazón a la superficie». También Dickinson, con su mirada precisa y su atención despierta, comprendió que la felicidad no consiste en huir de lo real, sino en habitar la vida con asombro, como quien encuentra en un trébol la semilla de una pradera entera.
En la vorágine del mundo, donde la prisa devora casi todo y las palabras ahogan al lenguaje, la poesía nos recuerda que la alegría verdadera no es algo que se busque fuera de nosotros. Brota siempre en la presencia, en la capacidad de estar presentes.
Hay una puerta que se abre cada año en que la espera misma se convierte en camino, en aprendizaje del gozo verdadero. La Cuaresma, lejos de ser un árido desencanto, es un tiempo de purificación de la mirada, de afinación del oído para escuchar más atinadamente la melodía incontenible del vivir. No se trata de un abandono de la alegría, sino de una ascesis en la dicha que nos dispone para recibirla en su plenitud. La Pascua es la celebración de la vida que no se apaga, del amor que vence a todos los miedos. Es la pradera en la que el trébol florece, la abeja zumba y el ensueño se hace real. Dickinson, que entendía de milagros cotidianos, bien podría haberse asombrado ante esta luz. Tal vez la suya, como toda espera luminosa, fue una forma de resucitar.
Víctor Herrero, capuchino
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