Se acercaba a Jerusalén, donde iban a tener lugar los dramáticos acontecimientos que le conducirían a la muerte y, para que los discípulos no se vieran desbordados por esos sucesos, para que pudieran superar el terrible escándalo de la Cruz, Jesús escogió a Pedro, a Santiago y a Juan -los mismos que más tarde serán testigos de su agonía en el huerto de Getesemaní (Mc 14,33)-, para revelarles su auténtica dimensión: el hombre que sudará sangre por la tensión de lo que se avecina; el hombre que verán como rechazado y maldito, es el Hijo de Dios, el amado, el predilecto. El hombre a quien el pueblo elegido no sabrá reconocer, es reconocido, sin embargo, por las grandes figuras históricas de ese pueblo: Moisés, autor de la Ley, y Elías, el gran profeta.
¿Por qué este evangelio de la transfiguración en este domingo de Cuaresma? ¿No contrastan el blanco deslumbrador del Señor transfigurado con el morado del tiempo litúrgico? ¿Por qué este evangelio aquí? Porque la Cuaresma nos sitúa ante la apremiante necesidad de colocarnos en la ruta de Jesús, de reorientar nuestros pasos por su camino -ya que mis caminos no son vuestros caminos (Is 55,8)-, de abrir nuestro corazón a su evangelio -convertíos y creed en el Evangelio (Mc 4,15)-, y esto exige someter nuestra vida a un fuerte ritmo. Un camino que solo podremos recorrer, y un ritmo que solo podremos mantener iluminados por la convicción y la experiencia de la cercanía y de la presencia del Señor. Por esto nos pone la Iglesia este relato evangélico, luminoso y esperanzador, en el tiempo de Cuaresma.
Pero hay algo más. El Evangelio nos recuerda que Jesús no solo se transfigura en gloria, en luz; hay otras transfiguraciones "sacramentales", litúrgicas unas: en la Eucaristía (Mt 26,26-2), en la palabra de Dios (Jn 6,63; 8,51), y existenciales otras: en el hombre, particularmente en el pobre, más dura y difícil de reconocer: ¿Cuándo te vimos así? (Mt 25,31-46). La transfiguración gloriosa tuvo lugar en un monte; la transfiguración "sacramental", humilde, en un valle, que solemos llamar de lágrimas. Y esas transfiguraciones no son opuestas, y no podemos oponerlas. Los discípulos quedaron deslumbrados, y nosotros quedamos confundidos y hasta molestos por estas transfiguraciones del Señor en la debilidad y la humildad...
La Transfiguración es, pues, reveladora de la verdad más íntima de Cristo; pero además es una llamada a la transformación personal, a que Cristo brille en nuestras vidas; y una denuncia de nuestra opacidad, de nuestra dificultad para traslucir al Señor.
El evangelio de hoy nos invita a situarnos en la ruta de Jesús, a caminar a su ritmo. El evangelio de hoy ilumina a la Cuaresma, descubriendo su auténtico sentido: la meta de la conversión cristiana no es la mortificación, sino la transformación, pero ésta pasa necesariamente por la etapa de la Cruz -¿o también somos nosotros de los que vivimos como enemigos de la Cruz de Cristo?-.
Como a Abrán, también a nosotros, el Señor nos invita a salir de nuestras reducidas “casillas” y mirar al cielo con la esperanza formulada por san Pablo en la segunda lectura: Él transformará nuestra condición humilde, según el modelo de su condición gloriosa...
Pero hay algo más. El Evangelio nos recuerda que Jesús no solo se transfigura en gloria, en luz; hay otras transfiguraciones "sacramentales", litúrgicas unas: en la Eucaristía (Mt 26,26-2), en la palabra de Dios (Jn 6,63; 8,51), y existenciales otras: en el hombre, particularmente en el pobre, más dura y difícil de reconocer: ¿Cuándo te vimos así? (Mt 25,31-46). La transfiguración gloriosa tuvo lugar en un monte; la transfiguración "sacramental", humilde, en un valle, que solemos llamar de lágrimas. Y esas transfiguraciones no son opuestas, y no podemos oponerlas. Los discípulos quedaron deslumbrados, y nosotros quedamos confundidos y hasta molestos por estas transfiguraciones del Señor en la debilidad y la humildad...
La Transfiguración es, pues, reveladora de la verdad más íntima de Cristo; pero además es una llamada a la transformación personal, a que Cristo brille en nuestras vidas; y una denuncia de nuestra opacidad, de nuestra dificultad para traslucir al Señor.
El evangelio de hoy nos invita a situarnos en la ruta de Jesús, a caminar a su ritmo. El evangelio de hoy ilumina a la Cuaresma, descubriendo su auténtico sentido: la meta de la conversión cristiana no es la mortificación, sino la transformación, pero ésta pasa necesariamente por la etapa de la Cruz -¿o también somos nosotros de los que vivimos como enemigos de la Cruz de Cristo?-.
Como a Abrán, también a nosotros, el Señor nos invita a salir de nuestras reducidas “casillas” y mirar al cielo con la esperanza formulada por san Pablo en la segunda lectura: Él transformará nuestra condición humilde, según el modelo de su condición gloriosa...
REFLEXIÓN PERSONAL
- ¿Qué preguntas trae a mi vida este "paso" de la vida de Jesús?
- ¿Vivo la conversión cuaresmal como una llamada a la transformación personal?
- ¿Siento la necesidad de configurar mi vida con la de Cristo, esforzándome por tener sus sentimientos (Flp 2,5) y por adquirir su mentalidad (I Co 2,16)?
Domingo Montero, capuchino
No hay comentarios:
Publicar un comentario