En la vida es necesario poner punto final a muchas situaciones que se abrieron un día y que ya no crecen más o no se desarrollan. Cada proceso de cambio no se puede hacer con toda su fuerza si antes no se dan por concluidos otros y ahí creo que radica la razón de tantos nuevos proyectos que iniciamos y no van a ningún sitio.
A nivel visual y tecnológico podríamos tener un ejemplo claro en los móviles que tanto nosotros como nuestros hijos manejamos ya con habilidad en estos tiempos: sabemos de la capacidad de los mismos para cargar y abrir aplicaciones continuamente, pero hemos aprendido también la necesidad de ir cerrándolas para que el dispositivo no trabaje de forma lenta. Esa es la actitud que deberíamos poner en práctica continuamente en nuestra vida y aún más, en ocasiones como en esta en la que celebramos con Cristo Rey el final del año litúrgico, es importante localizar las “aplicaciones” abiertas e ir cerrándolas. Son procesos en algunos casos dolorosos pero necesarios. Amistades que se arrastran y que ya no son nada más que viejos recuerdos en los que la energía se ha parado. Rencores y juicios que no dejan vivir generando incluso síntomas enfermizos que se acoplan en nosotros en forma de enfermedades, proyectos de vida que un día se abrieron con ilusión y sentido pero que hoy ya se han quedado obsoletos… Son aplicaciones que están gastando la energía de nuestra batería y acaban por apagarnos espiritualmente.
Para comenzar el Adviento urge reiniciarse y hacer del camino de cada día una gran aventura, porque “la meta es el camino” y en él se mueve la energía de Dios a cada momento.
Dejemos libre esta energía que crece en lo más profundo y que nutre los nuevos proyectos. Aprendamos a cerrar lo que ya no se desarrolla y cortemos así, con decisión, con un corte limpio, lo que no viene de Dios y no conecta con lo más esencial.
Es hora de arriesgarnos, es hora de conocer al hombre interior que somos, porque sólo en él habita la verdad: “No vayas fuera, vuelve a ti mismo. En el hombre interior habita la verdad” (San Agustín).
A nivel visual y tecnológico podríamos tener un ejemplo claro en los móviles que tanto nosotros como nuestros hijos manejamos ya con habilidad en estos tiempos: sabemos de la capacidad de los mismos para cargar y abrir aplicaciones continuamente, pero hemos aprendido también la necesidad de ir cerrándolas para que el dispositivo no trabaje de forma lenta. Esa es la actitud que deberíamos poner en práctica continuamente en nuestra vida y aún más, en ocasiones como en esta en la que celebramos con Cristo Rey el final del año litúrgico, es importante localizar las “aplicaciones” abiertas e ir cerrándolas. Son procesos en algunos casos dolorosos pero necesarios. Amistades que se arrastran y que ya no son nada más que viejos recuerdos en los que la energía se ha parado. Rencores y juicios que no dejan vivir generando incluso síntomas enfermizos que se acoplan en nosotros en forma de enfermedades, proyectos de vida que un día se abrieron con ilusión y sentido pero que hoy ya se han quedado obsoletos… Son aplicaciones que están gastando la energía de nuestra batería y acaban por apagarnos espiritualmente.
Para comenzar el Adviento urge reiniciarse y hacer del camino de cada día una gran aventura, porque “la meta es el camino” y en él se mueve la energía de Dios a cada momento.
Dejemos libre esta energía que crece en lo más profundo y que nutre los nuevos proyectos. Aprendamos a cerrar lo que ya no se desarrolla y cortemos así, con decisión, con un corte limpio, lo que no viene de Dios y no conecta con lo más esencial.
Es hora de arriesgarnos, es hora de conocer al hombre interior que somos, porque sólo en él habita la verdad: “No vayas fuera, vuelve a ti mismo. En el hombre interior habita la verdad” (San Agustín).
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