Vivimos tiempos en que la publicidad, la propaganda, el marketing han adquirido dimensiones insospechadas. Se nos han metido por todas partes ofreciéndonos una gratificación inmediata de nuestras necesidades, de modo que llegan a crear en nosotros un modo de funcionar y de responder a la realidad a base de expectativas inmediatas: “Aprenda inglés en diez lecciones”, “consiga un cuerpo perfecto ya”, “felicidad garantizada”…
La publicidad juega con nuestras necesidades básicas y con nuestros mejores deseos, de modo que toca nuestras fibras más sensibles: familia, hogar, bienestar, felicidad, salud. ¡Es tan tentador pensar que así es la vida real! ¡Es tan fácil creer en las promesas de solución inmediata que nos ahorran esfuerzos, compromisos y quebraderos de cabeza! (“y si no, le devolvemos su dinero”).
Incluso oímos mensajes que hablan de Dios con esas mismas claves: “¿Por qué lo de Dios tiene que ser tan difícil? ¿Acaso no es la vida mucho más simple?”
Frente a planteamientos en los que la relación con Dios exige de nosotros determinación, constancia, fidelidad, andar en verdad, olvido de sí… es posible que se nos hagan más atractivas otras ofertas de espiritualidad que prometen sensaciones y vivencias gratificantes, inmediatas, novedosas…
Ocurre eso cuando buscamos en la espiritualidad una especie de huida de la problemática diaria, un bálsamo de paz y de tranquilidad que compense la complejidad de cada día.
También puede ocurrir cuando Dios no responde a nuestros deseos, a nuestros manejos, a nuestro afán infantil de que satisfaga (y pronto) nuestras necesidades más inmediatas de seguridad, de tranquilidad, de bienestar para nosotros y los nuestros.
Pero hay que escuchar a Dios mismo, a quien le importa mucho más la vinculación con nosotros que el darnos gusto. El Padre se ha vinculado a nosotros “entera y eternamente”; se nos ha dado todo Él en su Hijo Jesús. Y eso puede colmar enteramente nuestro corazón (mucho más que el hecho de que Dios haga o no nuestro gusto, o de que, como en cualquier relación valiosa, tengamos que esforzarnos o nos cueste conflictos). Si dejamos a Dios ser Dios, estamos expuestos a una relación de amor como nunca habíamos imaginado.
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