Hay personajes históricos que, desde diversos lados, han sido pioneros de la fraternidad y de la humana solidaridad con quienes son excluidos del justo banquete de la vida. Francisco de Asís, quizá sin pretenderlo explícitamente, ha sido uno de ellos elaborando una hermosa espiritualidad social por vía de una fe humanizadora. Así es, su mirada honda de fe y su percepción de las estructuras elementales de lo humano han tenido como consecuencia un indestructible pacto de familiaridad, amparo y decidida lucha a favor de quien está en condiciones sociales de desventaja. Este es el valor que hoy habría de poner en pie quien se siente admirador del pobre de Asís. Él mismo lo advertía con una agudeza que todavía nos admira cuando decía: "es grandemente vergonzoso para nosotros los siervos de Dios que los santos hicieron las obras, y nosotros, con narrarlas, queremos recibir gloria y honor". Este tipo de mística social no necesita tanto admiradores cuanto seguidores.
Una espiritualidad como la descrita es muy útil para este "tiempo de torbellinos" en el que nos hallamos metidos. El peligro del torbellino es que uno quede absorbido por él. Pero la solidaridad que se basa en la dignidad y que la percibe con viveza en los lados ocultos de lo humano puede hacer frente al vértigo de cualquier torbellino. Le ampara la certeza de que esto ha funcionado en personas como Jesús, Francisco de Asís y tantos otros. Y tal certeza se ve reforzada por la evidencia de que el nivel de humanidad se eleva cuando la suerte de los pobres está más cerca de la justicia a la que es acreedora.
El hermano de Asís es hermano de todos. Nadie tiene el privilegio de acapararlo. Es de todos porque se inscribe en el movimiento histórico de liberación que acompaña el caminar humano y cósmico desde sus orígenes. Es de todos porque apropiarse de él, como quien se apropia del amor, es arriesgarse a perderlo. Al ser de toda persona, los valores de la gran fraternidad humana y cósmica pueden ser lugar de encuentro para toda persona que se sienta atraída y enamorada por el simple hecho de ser creatura. Es entonces cuando el esplendor oculto en lo humano nos deslumbrará, hasta el punto de que tal resplandor nos llevará directos a aquella otra luz que da brillo al rostro del resucitado, Jesús de Nazaret.
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