¿Por qué me persigues?
–dices–.
Yo me sorprendo,
me apeno,
me irrito,
replico.
¿Perseguirte yo?
No hago daño.
Rezo a veces.
Amo a ratos.
Y Tú,
sin decir nada,
te presentas.
Yo soy Jesús,
a quien persigues
cuando ignoras al hermano,
cuando juzgas con desprecio,
cuando eliges el camino
de las muertes cotidianas,
cuando intentas encerrarme
en una idea.
Solo entonces,
sorprendido,
descubro
que estaba ciego,
y suplico
que me abras los ojos.
José María R. Olaizola, SJ
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