Se acerca a Jerusalén, donde van a tener lugar los dramáticos acontecimientos que le conducirán a la muerte y, para que los discípulos no se vean desbordados por esos sucesos, para que puedan superar el terrible escándalo de la Cruz, escoge a Pedro, a Santiago y a Juan, -los mismos que más tarde serán testigos de su agonía en el huerto de Getsemaní-, para revelarles su auténtica dimensión: el hombre que sudará sangre por la tensión de lo que se avecina; el hombre que verán como rechazado y maldito, es el Hijo de Dios, el amado, el predilecto. El hombre a quien el pueblo elegido no sabrá reconocer, es reconocido, sin embargo, por las grandes figuras históricas de ese pueblo: Moisés, autor de la Ley, y Elías, el gran profeta.
¿Por qué este evangelio en este domingo de Cuaresma? ¿No contrastan el blanco deslumbrador del Señor transfigurado con el morado del tiempo litúrgico? ¿Por qué este evangelio aquí? Porque la Cuaresma nos sitúa ante la apremiante necesidad de colocarnos en la ruta de Jesús, de reorientar nuestros pasos por su camino, ya que “mis caminos no son vuestros caminos” (Is 55,8), de abrir nuestro corazón a su evangelio (“Convertíos y creed en el evangelio” (Mc 1,15), y esto exige someter nuestra vida a un fuerte ritmo.
Un camino que sólo podremos recorrer, y un ritmo que sólo podremos mantener, iluminados por la convicción y la experiencia de la cercanía y de la presencia del Señor. Por eso nos pone la Iglesia este relato evangélico, luminoso y esperanzador, en el tiempo de Cuaresma. Para saber bien a quién seguimos.
Pero hay algo más. El evangelio nos recuerda que Jesús no solo se transfigura en gloria, en luz; hay otra transfiguración más dura y difícil: “Tuve hambre, estuve desnudo, estuve enfermo y en la cárcel... ¿Cuándo te vimos…?” (Mt 25,31-45).
La transfiguración gloriosa tuvo lugar en un monte; la transfiguración humilde, en un valle, que solemos llamar de lágrimas. Ambas transfiguraciones no son opuestas, y no podemos oponerlas. Los discípulos quedaron deslumbrados; nosotros quedamos confundidos y hasta molestos por esta segunda transfiguración del Señor en la debilidad...
La Transfiguración es, pues, reveladora de la verdad más íntima de Cristo; pero además es una llamada a la transformación personal, a que Cristo brille en nuestras vidas, y una denuncia de nuestra opacidad, de nuestra dificultad para traslucir al Señor.
El evangelio de hoy nos invita a situarnos en la ruta de Jesús, a caminar a su ritmo, a escucharlo. El evangelio de hoy ilumina la Cuaresma, descubriendo su auténtico sentido: la meta de la conversión cristiana no es la mortificación, sino la transformación, pero ésta pasa necesariamente por la etapa de la Cruz -¿o también somos nosotros de los que vivimos como enemigos de la Cruz de Cristo? (Flp 3,18)- .
Como a Abrán, también a nosotros el Señor nos invita a salir de nuestras reducidas “casillas”, de nuestras “tiendas” y a mirar al cielo con la esperanza formulada por san Pablo en la segunda lectura: “Él transformará nuestra condición humilde, según el modelo de su condición gloriosa”.
REFLEXIÓN PERSONAL
- ¿Experimento en mí la energía transformadora del Evangelio?
- ¿Qué transfiguraciones del Señor me interpelan?
- ¿Vivo como seguidor o como enemigo de la cruz de Cristo?
Domingo Montero, capuchino
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