Próximos ya a la fiesta de la Ascensión del Señor, seguimos comentando las palabras de despedida de Jesús en la tarde del Jueves Santo. Con ellas no sólo quiso abrir confidencialmente su corazón a los discípulos, sino que también quiso abrirles los ojos, clarificándoles algunos criterios para que, en su ausencia, y “antes de que suceda”, supieran interpretar correctamente las situaciones, sabiendo a qué atenerse. Pues los conflictos y los problemas no tardarían mucho en presentarse (1ª lectura).
Así, el pasado domingo considerábamos la señal del cristiano: el amor al prójimo “como Yo os he amado”, con una advertencia: “permaneced en mi amor”.
Hoy nos dice: “El que me ama, guardará mi palabra”. Y es que amar a Jesús – y al prójimo – es una cuestión práctica. No se trata de manifestaciones rotundas de fidelidad, como S. Pedro; ni de meros sentimientos (“No el que diga: Señor, Señor…” Mt 7,21); ni de escuchas incomprometidas (“Has predicado en nuestras plazas...” Lc 13,26).
“El que me ama, guardará mi palabra; el que no me ama, no guardará mi palabra”. Con ello Jesús nos quiere decir dos cosas: que solo desde el amor es posible guardar su palabra, y que solo el que guarda su palabra “permanece en su amor”, le ama de verdad.
Queda, pues, al descubierto la contradicción del que se confiesa “creyente, pero no practicante”. El que no adopta, el que no asume la praxis de Jesús, su palabra, no cree en Él ni le ama de verdad. El amor, como la fe, sin obras está muerto.
Hay que guardar su palabra. ¿Y eso qué implica? En primer lugar, conocerla -¿y ya la conocemos?- ; y, además, interiorizarla y vivirla en el día a día, impregnando con su sentido y su luz los comportamientos y actitudes personales - “¿Por qué me llamáis Señor, Señor, y no hacéis lo que os digo?” (Lc 6, 46) -. En otra ocasión manifestó su desacuerdo con estas palabras “Anuláis la palabra de Dios con vuestras tradiciones” (Mt 15, 6).
Abrir el evangelio en todas las situaciones de la vida, y abrirnos al evangelio. En un mundo saturado de palabras, vacías, artificiales, contradictorias, dichas para no ser guardadas, infectadas por el virus de la caducidad; hay una palabra plena, veraz, fiel, dicha para ser guardada, con una garantía de origen, la de Jesús.
En la carta de Santiago se nos hace una advertencia muy pertinente: “Recibid con docilidad la palabra sembrada en vosotros y que es capaz de salvaros. Poned por obra la palabra y no os contentéis sólo con oírla, engañándoos a vosotros mismos” (1,21-22).
Pero, hay que reconocerlo, esto no es fácil, ni obra del sólo esfuerzo humano; se requiere la presencia y la fuerza del Espíritu Santo, como en María. Nadie como ella guardó la Palabra con tanta verdad y profundidad. Aquí reside la inigualable grandeza de María, en su entrega inigualablemente audaz a la Palabra de Dios, haciéndose total disponibilidad: “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38. Y actuando así convirtió a la palabra de Dios en su hijo, quedando ella convertida en Madre de la Palabra y en Morada de Dios. Y en nadie como en María fue tan fuerte y tan íntima la acción del Espíritu Santo.
Abrámonos a las Palabra de Jesús, porque son más que palabras, son “espíritu y vida” (Jn 6,63); son la llave para hacer de nuestra vida una morada de Dios: “pues al que guarda mi palabra mi Padre le amará y vendremos a el y moraremos en él”. ¡Siendo así las cosas, bien vale la pena el empeño!
REFLEXIÓN PERSONAL- Ante la realidad eclesial, ¿soy abierto, crítico o indiferente?
- ¿Con qué responsabilidad asumo la misión de ser luz, en ese proyecto nuevo de Dios?
- ¿Cuál es mi actitud ante la palabra de Dios?
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