Afirmar que Jesús vive y convive, que está presente en la vida de sus discípulos, es la finalidad de los relatos evangélicos de las apariciones. Por la resurrección Jesús no ha roto con los suyos. Sigue llamándoles “mis hermanos” (Jn 20,17), acompañándoles (Lc 24,13-35), inspirándoles (Lc 24,36-49) y compartiendo sus tareas. Así, hoy le vemos siguiendo atentamente, desde la orilla, una noche de trabajo de un grupo de discípulos, capitaneado por Pedro, en el lago de Galilea.
El relato, a primera vista sencillo, está, sin embargo, cargado de simbolismo. Su intención no se reduce a la información sobre un hecho puntual y aislado, el de una pesca milagrosa; eso, con ser importante, no es trascendente. El evangelista quiere manifestarnos algo más profundo.
Porque ese “ir a pescar” de Pedro y los apóstoles es un ir a la misión evangelizadora; ese “lago” simboliza el mundo, y la “barca”, la iglesia; esa pesca nocturna simboliza la misión “autónoma” sin la compañía del Señor. Los “ciento cincuenta peces grandes” hablan de la plenitud y fecundidad de la misión; la “red que no se rompe” a pesar de la cantidad y magnitud de la pesca, significa la capacidad de acogida de la Iglesia; la “orilla” desde la que Jesús ordena y espera, es su puesto de vigía como Señor de la Iglesia y de la historia; la comida preparada por Jesús, la eucaristía, alimento y fortaleza de todo evangelizador… Pero, sobre todo, en esa pesca hay un antes y un después, un vacío y una plenitud, un trabajo estéril y un trabajo fecundo: la diferencia la marca la orden de Jesús -“Echad la red”- y su presencia.
Éste es el núcleo del relato: la Iglesia, en su misión, solo es fecunda en la obediencia y en la comunión con el Señor; no cuando toma iniciativas o adopta estrategias autónomas, por muy programadas y técnicas que parezcan. “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5). Y esta obediencia al Señor, como nos recuerda la 1ª lectura, exige ciertas “desobediencias”. “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”.
Sin buscar la confrontación, la Iglesia, sin embargo, no debe adoptar posturas tibias ni ambiguas. Ni debe extrañarse de ser criticada y hasta perseguida; a la Iglesia solo debe preocuparle la fidelidad al Señor: ahí está su cruz, pero también su resurrección. Y esto tiene su aplicación a la vida personal.
Cada uno hemos de convencernos de que sin la vinculación personal y entrañable con Cristo, nuestra red estará siempre vacía, o llena de otras cosas. Y que esta conexión vital con el Señor no es un mero sentimiento, sino que está exigiendo una obediencia fundamental a Dios antes que a los hombres. Lo que no es una excusa o pretexto para no obedecer a nadie, sino un criterio para clarificar y dignificar nuestra obediencia. Hay dos modos de vivir, pero sólo uno es fecundo: vivir en el nombre del Señor, a su estilo. No se nos ha dado otro Nombre. Jesús es el único por el que se pueden morir y vivir (2ª lectura).
El relato evangélico se cierra con un cara a cara entre Jesús y Pedro. Un cara a cara que no culmina en una profesión de fe sino de amor. Jesús no le pregunta a Pedro: ¿Crees en mí?, sino ¿me amas? Y es que creer es, en definitiva, una cuestión de amor. Pedro recuerda en ese momento sus infidelidades, pero esas infidelidades no le bloquean. Y se confía a la misericordia de Jesús: “Tú lo sabes todo; sabes que te amo”.
Retengamos estos dos mensajes: vivir en el nombre y al estilo de Jesús y entender la fe como una cuestión de amor. Porque creer no es cuestión de muchas “verdades” sino de una Verdad, la verdad del Amor que se traduce en un amor de verdad.
REFLEXIÓN PERSONAL
- ¿Qué implica obedecer a Dios antes que a los hombres?
- De los dos modos de vivir, ¿cuál es el mío?
- ¿Siento como propia la misión evangelizadora de la Iglesia?
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