El primer biógrafo de San Francisco, Tomás de Celano, describe con todo entusiasmo cómo celebró el santo la Navidad el año 1223 en un pueblo llamado Greccio.
Francisco quiso reproducir lo más fielmente posible un segundo Belén, con un buey y una mula, en una cueva, en plena naturaleza y en medio de la noche. Quiso que la gente de Greccio y los hermanos de los eremitorios más cercanos participaran de lo que allí se celebraba y que esa celebración los animara a una mayor fe y devoción. Una parte de esa celebración nocturna a cielo abierto fue precisamente, la celebración de una misa, en la que Francisco participó como diácono, leyendo el Evangelio y predicando. Su predicación no fue una predicación doctrinal, sino mímica. Lo hizo con el corazón y con las manos, con el rostro y con los gestos, con las palabras y con todo su ser. Aquella celebración fue mucho más que la representación del misterio del nacimiento del niño Jesús. De hecho, dice Celano en ese relato que la fe apagada en los corazones de muchos se despertó a una nueva vida.
La tradición popular considera a san Francisco como el “inventor de los belenes”, desde lo que vivió aquel día.
El Papa Francisco hace tres años firmó en ese mismo lugar, en Greccio, una Carta apostólica, “Admirabile signum”, sobre el significado y el valor del Belén en Navidad. Cada año, cuando llegan el tiempo navideño muchas familias se afanan por preparar el Belén. Es todo un rito que se vive con expectación, sobre todo se hay pequeños en casa. Incluso en las vacaciones de Navidad, una de las cosas que hacemos es visitar los belenes en iglesias o en lugares donde las asociaciones de belenistas nos muestran todo un arte en la creación y recreación de los mismos.
Para el Papa esta es una tradición que ayuda de manera “dulce y exigente” a trasmitir la fe de padres a hijos. “Comenzando desde la infancia y luego en cada etapa de la vida, nos educa a contemplar a Jesús, a sentir el amor de Dios por nosotros, a sentir y creer que Dios está con nosotros y que nosotros estamos con Él, todos hijos y hermanos gracias a aquel Niño Hijo de Dios y de la Virgen María. Y a sentir que en esto está la felicidad”.
Al celebrar este año la Navidad y al recordar aquella fecha de 1223, grabada en la espiritualidad franciscana, “también nosotros abramos el corazón a esta gracia sencilla, dejemos que del asombro nazca una oración humilde: nuestro “gracias” a Dios, que ha querido compartir todo con nosotros para no dejarnos nunca solos”.
Benjamín Echeverría, capuchino
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