¿Qué pretendía Jesús con eso de que su rostro resplandecía y sus vestidos se volvían blancos?, me preguntaba un alumno al leer el evangelio. Porque lo que tengo claro, sigue comentándome, es que si fue así lo hizo por algo o… es otra cosa lo que el evangelio pretende transmitirnos.
Y tiene razón. Eso de subirse Jesús a un monte y tener una escena de ese tipo no va mucho conmigo, aunque por supuesto no niego que pudiera hacerlo, solo que hay mucha más profundidad en lo que el evangelio pretende. La escena recuerda a la del bautismo de Jesús y nuevamente la nube vuelve a transmitirnos el valor de tener una experiencia de Dios, que es lo que hay detrás de cada nube que aparece tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento.
Jesús se nos presenta como el hombre auténtico y transparente que no necesita de intenciones encubiertas. Y al igual que cualquier hombre que vive su día a día a pie de calle y “pringado” de vida se muestra Él mismo entre los suyos. Porque no hay nada como ser capaz de sacar la luz que todos llevamos dentro y mostrarnos tal y como somos ante aquellos a los que conocemos y nos conocen.
Esta semana podemos analizar otra tentación que tienen los apóstoles en ese momento y que a mí me asalta muy frecuentemente: “Señor, ¡qué hermoso es estar aquí! Si quieres, haré tres chozas”. No es ese el Dios del Antiguo Testamento ni el Dios que intuye Jesús. No puede el hombre que quiere seguir creciendo en el Espíritu quedarse estático en una situación cómoda. Somos descendientes del Pueblo de Israel, un pueblo en constante movimiento con un Dios que pide continuamente una renovación. Y el movimiento que se nos hace necesario es interior: ya no puede haber situación que se nos resista o se nos atasque por dentro. Jesús insiste a sus Apóstoles que hay que bajar a Jerusalén y nuestra Jerusalén está dentro de cada uno de nosotros, donde se libran las batallas más importantes para transfigurarnos constantemente. Y desde esa actividad interior escucharemos de nuevo la voz del Padre que nos dice: "Tú eres mi hijo amado".
Y tiene razón. Eso de subirse Jesús a un monte y tener una escena de ese tipo no va mucho conmigo, aunque por supuesto no niego que pudiera hacerlo, solo que hay mucha más profundidad en lo que el evangelio pretende. La escena recuerda a la del bautismo de Jesús y nuevamente la nube vuelve a transmitirnos el valor de tener una experiencia de Dios, que es lo que hay detrás de cada nube que aparece tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento.
Jesús se nos presenta como el hombre auténtico y transparente que no necesita de intenciones encubiertas. Y al igual que cualquier hombre que vive su día a día a pie de calle y “pringado” de vida se muestra Él mismo entre los suyos. Porque no hay nada como ser capaz de sacar la luz que todos llevamos dentro y mostrarnos tal y como somos ante aquellos a los que conocemos y nos conocen.
Esta semana podemos analizar otra tentación que tienen los apóstoles en ese momento y que a mí me asalta muy frecuentemente: “Señor, ¡qué hermoso es estar aquí! Si quieres, haré tres chozas”. No es ese el Dios del Antiguo Testamento ni el Dios que intuye Jesús. No puede el hombre que quiere seguir creciendo en el Espíritu quedarse estático en una situación cómoda. Somos descendientes del Pueblo de Israel, un pueblo en constante movimiento con un Dios que pide continuamente una renovación. Y el movimiento que se nos hace necesario es interior: ya no puede haber situación que se nos resista o se nos atasque por dentro. Jesús insiste a sus Apóstoles que hay que bajar a Jerusalén y nuestra Jerusalén está dentro de cada uno de nosotros, donde se libran las batallas más importantes para transfigurarnos constantemente. Y desde esa actividad interior escucharemos de nuevo la voz del Padre que nos dice: "Tú eres mi hijo amado".
CLARA LÓPEZ RUBIO
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