domingo, 29 de marzo de 2015

CON RAMOS Y MANTOS

Como primer día de la Semana Santa, nos presenta la Iglesia ya el evangelio de San Marcos antes de desmenuzar día por día, la Pasión de Jesús, como si de un resumen o de una visión previa se tratara. Son tan impresionantes y profundos cada uno de los momentos de la Pasión de Jesús, que es como si al principio necesitáramos tener una visión global de ella para ver dónde nos vamos a meter. De hecho, en mi trabajo como docente, es una de las cosas que hay que tener en cuenta: un alumno necesita tener una visión global del tema antes de meterse en cada uno de los epígrafes. Pues el primero de ellos, la Entrada en Jerusalén, digamos que es la introducción y no forma parte de este relato, pero sí de la liturgia de este día.
   Mis alumnos me suelen hacer la pregunta clave sobre estas fechas: ¿por qué Jesús intuyendo que ya todo estaba cerca no huye, sino que se mete en Jerusalén y se acerca al peligro? Y no están lejos de lo que todos alguna vez nos hemos preguntado. Un hombre en sus cabales, en principio, no va directo a su propia muerte y sin embargo, Jesús parece que la busca. 
   Pues sí. Sin saber Jesús a ciencia cierta qué es lo que va a pasar, pero sí intuyendo este cercano final corre hacia su propio fin porque ya todo lo ha entregado y nada le queda más que su propia vida. Pero antes se deja ver, se deja querer, se deja aclamar, hecho que también llama la atención, sabiendo de Jesús que en más de una ocasión incluso buscó la soledad y marchó a la otra orilla.
   La Puerta Dorada (Heb. שער הרחמים, Sha’ar Harahamim), que también se le conoce como Puerta de la misericordia, es la puerta por la que parece ser que Jesús entró en la ciudad de Jerusalén. Posiblemente, llena como estaba la ciudad en aquellos días, la gente que comenzó a verlo y que quizá hasta fueron en alguna ocasión testigos de sus palabras y hasta de su modo de proceder, les dio por mostrarle de forma sencilla, pero “ruidosa”, su cariño, cercanía y admiración. Y Jesús se dejó hacer.
   Para mí, otro rasgo de Jesús a imitar. El hombre sabio, no busca ni la fama ni el anonimato, ni pasar desapercibido ni ser aclamado. Desde la sabiduría y el equilibrio, el hombre sabio se deja hacer sin que su ego se agite ante una cosa ni otra, sabiendo que ninguno de los estados es esencial y mucho menos necesario. Hay momentos en la vida diversos donde ésta se expresa como es oportuno y hay que dejar que los que nos rodean echen incluso al suelo sus mantos para que pasemos por ellos y nos aclamen con los olivos de sus palabras y afectos. La cuestión es lo que se vive por dentro y desde dónde se vive: la búsqueda de este éxito o reconocimiento es contraria a la serenidad y lo más seguro es que responda a una expectativa encubierta. La huida de ello tampoco habla de equilibrio sino quizá de juicio y falsa modestia. Así que estemos atentos a todo momento.
   De momento, lo que te toca es ahora coger uno de los ramos de olivo que representan todas nuestras ilusiones y fracasos, nuestro propio manto confeccionado con todo el tejido de nuestra vida y renovar dentro de nosotros, en lo más profundo, la opción que hemos hecho por Jesús de Nazaret y prepararnos para vivir cada uno de los epígrafes de la Pasión.
CLARA LÓPEZ RUBIO


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