Un día cualquiera, en un lugar cualquiera salimos al monte para disfrutar de las últimas nevadas que habían puesto en alerta a media España.
Calzados con un par de raquetas, comenzamos a subir las primeras cuestas y a respirar ese aire lleno de oxígeno que inunda los pulmones, despeja la cabeza y llena de energía todo tu cuerpo: el aire, ¡qué regalo!
Conforme subíamos las articulaciones iban desentumeciéndose. Intentando acompasar nuestro ritmo, los músculos se tonificaban e íbamos siendo más conscientes de nuestro propio cuerpo, haciéndonos sentir más dueños de él.
Poco a poco nos adentramos en el bosque. Mientras caminábamos rítmicamente, una mirada contemplativa, atenta a cada detalle del entorno, se iba fijando en nuestros ojos. El manto de nieve que lo cubría todo, parecía fruto de la voluntad de un pintor que había querido que su pincel blanco, cayera sobre todos los seres y uniformizara su apariencia. Es como si alguien hubiese decidido, por unos días, quitar del paisaje las aristas, los agujeros, las ambigüedades y contradicciones, y no sólo embellecer la realidad, sino también purificarla.
Llegamos a una loma donde el viento norte hacía que la copiosa nieve golpeara en la cara y dificultara el caminar. Encajados en nuestros anoraks, mirando al suelo, protegiéndonos del hermano viento y la hermana nieve, avanzamos con tozudez y determinación, esquivando las tentaciones de volver al coche. En medio de aquel paraje perdido, sin nadie alrededor, con sólo la nieve y el viento como compañeros, nos sentíamos como los miembros de las primeras expediciones a la Antártida: por el paisaje inhóspito y bello, por la soledad y también por la sensación de libertad.
La loma comenzó a descender y nos encontramos otra vez dentro del bosque, resguardados del viento pero no de la copiosa nieve. El paisaje era idílico y sereno. Los pinos rojos de cierta envergadura, sosteniendo con dificultad un palmo de nieve sobre sus ramas. La nieve virgen nos rodeaba por todas partes, esperando a que algún animalillo dijera, con sus huellas, que él también había estado allí. Un lugar perfecto para almorzar. Cada uno aporta una jugosa sorpresa: que si un bocata de tortilla, que si un choricillo rico, que si unos frutos secos o una pera dulcísima… Para terminar culminamos con un poco de chocolate y cafetito caliente que nos puso el cuerpo a tono. Y ¡cómo no! el relato de unas anécdotas y unos chistes que animaron con carcajadas aquella mañana.
Comenzamos el camino de vuelta sobre nuestros pasos, dedicados a recalentar las manos que, ingenuamente, las habíamos dejado al aire durante el descanso. Alguna parada para hacernos fotos nos servía también para cultivar más, esa mirada contemplativa de la que hablábamos antes. En lo más alto de la loma otra vez, de espaldas al duro viento, podíamos mirar a los pinos que se mantenían como estatuas frente al viento. La nieve congelada en sus ramas y hojas aciculares, había tomado ya un espesor considerable, formando cristales escalonados y llamativos. ¿Cómo podía mantenerse la vida detrás de tanto hielo? ¡Eso sí que era tozudez! Sufriendo el viento día y noche, a temperaturas mucho más bajas de las que nosotros estábamos soportando ese día, y enmascarados en el hielo, los pinos se erguían como verdaderos héroes, que mantenían la vida en aquella climatología extrema. Pero con una diferencia: no tenían ‘Gore Tex’, ni raquetas, ni polainas, ni el ‘North Face’, ni siete capas de ropa, ni guantes, ni gorro, ni gafas para ventisca.
Volvimos al coche llenos de alegría. ¡Qué excursión tan bonita habíamos vivido! ¡Ese día conseguimos robarle un trozo de felicidad a la vida! ¡Cuánta belleza esconde todavía la naturaleza en medio de nuestra civilización urbanita! ¡Qué suerte poder disfrutar de estos lugares! ¡Qué suerte que existan parajes como estos, que todavía no han sido cubiertos de hormigón! ¡Qué suerte que podamos acercarnos a experiencias así, un día cualquiera, en un lugar cualquiera!
Conforme subíamos las articulaciones iban desentumeciéndose. Intentando acompasar nuestro ritmo, los músculos se tonificaban e íbamos siendo más conscientes de nuestro propio cuerpo, haciéndonos sentir más dueños de él.
Poco a poco nos adentramos en el bosque. Mientras caminábamos rítmicamente, una mirada contemplativa, atenta a cada detalle del entorno, se iba fijando en nuestros ojos. El manto de nieve que lo cubría todo, parecía fruto de la voluntad de un pintor que había querido que su pincel blanco, cayera sobre todos los seres y uniformizara su apariencia. Es como si alguien hubiese decidido, por unos días, quitar del paisaje las aristas, los agujeros, las ambigüedades y contradicciones, y no sólo embellecer la realidad, sino también purificarla.
Llegamos a una loma donde el viento norte hacía que la copiosa nieve golpeara en la cara y dificultara el caminar. Encajados en nuestros anoraks, mirando al suelo, protegiéndonos del hermano viento y la hermana nieve, avanzamos con tozudez y determinación, esquivando las tentaciones de volver al coche. En medio de aquel paraje perdido, sin nadie alrededor, con sólo la nieve y el viento como compañeros, nos sentíamos como los miembros de las primeras expediciones a la Antártida: por el paisaje inhóspito y bello, por la soledad y también por la sensación de libertad.
La loma comenzó a descender y nos encontramos otra vez dentro del bosque, resguardados del viento pero no de la copiosa nieve. El paisaje era idílico y sereno. Los pinos rojos de cierta envergadura, sosteniendo con dificultad un palmo de nieve sobre sus ramas. La nieve virgen nos rodeaba por todas partes, esperando a que algún animalillo dijera, con sus huellas, que él también había estado allí. Un lugar perfecto para almorzar. Cada uno aporta una jugosa sorpresa: que si un bocata de tortilla, que si un choricillo rico, que si unos frutos secos o una pera dulcísima… Para terminar culminamos con un poco de chocolate y cafetito caliente que nos puso el cuerpo a tono. Y ¡cómo no! el relato de unas anécdotas y unos chistes que animaron con carcajadas aquella mañana.
Comenzamos el camino de vuelta sobre nuestros pasos, dedicados a recalentar las manos que, ingenuamente, las habíamos dejado al aire durante el descanso. Alguna parada para hacernos fotos nos servía también para cultivar más, esa mirada contemplativa de la que hablábamos antes. En lo más alto de la loma otra vez, de espaldas al duro viento, podíamos mirar a los pinos que se mantenían como estatuas frente al viento. La nieve congelada en sus ramas y hojas aciculares, había tomado ya un espesor considerable, formando cristales escalonados y llamativos. ¿Cómo podía mantenerse la vida detrás de tanto hielo? ¡Eso sí que era tozudez! Sufriendo el viento día y noche, a temperaturas mucho más bajas de las que nosotros estábamos soportando ese día, y enmascarados en el hielo, los pinos se erguían como verdaderos héroes, que mantenían la vida en aquella climatología extrema. Pero con una diferencia: no tenían ‘Gore Tex’, ni raquetas, ni polainas, ni el ‘North Face’, ni siete capas de ropa, ni guantes, ni gorro, ni gafas para ventisca.
Volvimos al coche llenos de alegría. ¡Qué excursión tan bonita habíamos vivido! ¡Ese día conseguimos robarle un trozo de felicidad a la vida! ¡Cuánta belleza esconde todavía la naturaleza en medio de nuestra civilización urbanita! ¡Qué suerte poder disfrutar de estos lugares! ¡Qué suerte que existan parajes como estos, que todavía no han sido cubiertos de hormigón! ¡Qué suerte que podamos acercarnos a experiencias así, un día cualquiera, en un lugar cualquiera!
Javi Morala, capuchino
Fue exactamente así y doy fe de ello. Me ha encantado la reflexión hermano y amigo.
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