Cuando comenzamos este aislamiento forzoso muchos nos hacían ver las posibilidades escondidas en esta pandemia diciendo que era una oportunidad para parar y para realizar actividades que normalmente no practicamos. Después de todas estas semanas vividas, creo que acertaron más en lo segundo que en lo primero. Los WhatsApp arden, y nos hemos entregado al teletrabajo, las películas, la música, los juegos de mesa, la lectura, las llamadas de teléfono o las quedadas por videoconferencia, la gastronomía, el entretenimiento por internet, incluso el ejercicio físico en casa: ¡circulaban tablas para ejercitar una parte del cuerpo en cada día del mes! Todas esas actividades son maravillosas pero, aunque algunos nos lo propusimos, se nos está pasando la oportunidad de parar de verdad.
Mucho antes de que el confinamiento comenzara, en el primer día de un retiro en El Pardo (Madrid), después de la primera charla, llegué a la habitación y leí un poco. Antes de salir a darme un paseo por el río, aparté de mi mente el ordenador: la tentación continua de abrir los emails no leídos o de realizar los trabajos pendientes. Y tomé otra decisión: no llevarme el móvil al Manzanares y por tanto olvidarme de los WhatsApp que me llegaran.
Y entre la charla y la lectura espiritual, y esas dos decisiones, respiré hondo y todo mi corazón descansó. Es como si mi cuerpo, mi persona entera, hubiera entrado en otra dinámica, en otro “modo”, como cuando cambiamos a “modo avión” antes de despegar. Un modo que me relajaba, me esponjaba el corazón y, en el fondo, sentía que añoraba. ¿Y qué modo era ese?
Como hijo de esta cultura en la que vivo, participo de la obsesión social de la productividad, del rendimiento, como dice el filósofo Byun-Chul Han. Es por esto, por lo que creo que nos ha costado tanto parar en este tiempo de confinamiento. En el nuevo modo en el que entré en aquel retiro, no necesitaba hacer nada “productivo”, nada útil, nada con una finalidad: ni siquiera el paseo que me disponía a realizar iba destinado a hacer ejercicio. Pero es que incluso no necesitaba “hacer, parecer o tener” nada para llenar y alegrar el tiempo: me bastaba con dejarme “ser”, sin nada más. Había un aparente vacío en mi interior, pero que verdaderamente estaba lleno de algo real pero no identificable, como si fuera transparente, denso, y además imposible de gastar.
Durante el camino a lo largo del río, me di cuenta que normalmente abordo la vida como un cúmulo de tareas pendientes, que nunca son suficientes. En aquel momento me introducía en otra manera de ver la vida, en la que simplemente me dejaba empapar de ella, en la que sólo tenía que contemplarla, en la que mi misterio personal se fundía con el “misterio” de la vida y con el misterio de Dios. Un poco más adelante en el paseo me reconocía como un ser que lo había recibido todo, que todo lo que tenía eran puros regalos: nada lo sentía como fruto de mi esfuerzo. Y surgía la gratitud pero, sobre todo, aparecía la certeza de que lo más hondo de la vida es gratuidad, como si fuera el núcleo esencial de la existencia, lo que define la vida de la naturaleza y la vida humana. Y ese también era el “modo”, la dinámica en la que estaba entrando: modo “gratuidad”.
¡Qué diferente se vive la vida en modo “ser”, en modo “misterio” y en modo “gratuidad”! La realidad sigue siendo la misma pero la percibes con otra fuerza, con más color, con una intensidad y hondura inusuales.
En este tiempo de confinamiento nos resistimos a cambiar de “modo”. Cambiamos de actividades, pero el miedo al vacío nos aleja de pararnos de verdad: un miedo agravado, además, por la amenaza personal que supone el confinamiento. Y nos perdemos la vida que se nos regala cuando entramos en el modo “ser”, en el modo “misterio” y en el modo “gratuidad”. Haya acabado o no el aislamiento, todavía tenemos tiempo para cambiar de modo, para parar.
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