domingo, 10 de abril de 2022

DOMINGO DE RAMOS

En el umbral de la Semana Santa nada parece más adecuado que aclarar el por qué y para qué de todo lo que celebramos en estos días.

Envueltos en la “cultura” del espectáculo -que hace del hombre más espectador que protagonista- nos vemos expuestos al peligro de considerar desde esta perspectiva la realidad de la obra de Dios en Cristo, que, ciertamente, fue espectacular por su hondura y verdad, pero no fue un espectáculo.

En unos días en que los templos abren sus puertas, y las calles, mitad museos y mitad iglesias, se convierten en un espacio y exposición singular de arte y religiosidad, ¿cuántos nos detenemos a pensar que “todo eso” fue por nosotros, y no porque sí?

Es verdad que no faltan quienes interpretan reductivamente la vida y muerte de Jesús, prescindiendo de esta referencia -por nosotros-. Puede que esa sea una lectura “neutral”, pero, ciertamente, no es una lectura “inspirada”. Porque, si es cierto que la muerte de Jesús tuvo unas motivaciones lógicas (su oposición a ciertos estamentos y planteamientos de la sociedad de su tiempo que se vieron amenazados por su predicación y su comportamiento), también lo es, sobre todo, que no estuvo desprovista de motivaciones teológicas. El mismo Jesús temió esta tergiversación o reducción y avanzó unas claves obligadas de lectura.

Jesús previó su muerte, la asumió, la protagonizó y la interpretó para que no le arrancaran su sentido, para que no la instrumentalizaran ni la tergiversaran.

La Semana Santa, a través de su liturgia y de las manifestaciones de la religiosidad popular, debe contribuir a reconocer e interiorizar con gratitud el amor de Dios en nuestro favor manifestado en Cristo, y a anunciarlo con responsabilidad, concretándolo en el amor fraterno.

Si nos desconectamos, o no nos sentimos afectados por su muerte y resurrección quedaremos suspendidos en un vertiginoso vacío. Si no vivimos y no vibramos con la verdad más honda de la Semana Santa, las celebraciones de estos días podrán no superar la condición de un “pasacalles” piadoso.

Si, por el contrario, nos reconocemos destinatarios preferenciales de esa opción radical de amor, directamente afectados e implicados en ella, hallaremos la serenidad y la audacia suficientes para afrontar las alternativas de la vida con entidad e identidad cristianas.

La Semana Santa no puede ser solo la evocación de la Pasión de Cristo; esto es importante, pero no es suficiente. La Semana Santa debe ser una provocación a renovar la pasión por Cristo.

Celebrar la Pasión de Cristo no debe llevarnos solo a considerar hasta dónde nos amó Jesús, sino a preguntarnos hasta dónde le amamos nosotros.

¡Todo transcurre en tan breve espacio de tiempo! De las palmas, a la cruz; del “Hosanna”, al “Crucifícalo”… A veces uno tiene la impresión de que no disponemos de tiempo -o no dedicamos tiempo- para asimilar las cosas. Deglutimos pero no degustamos, consumimos pero no asimilamos la riqueza litúrgica de estos días y la profundidad de sus símbolos, muchas veces banalizados y comercializados.

Convertida en Semana de “interés turístico”, “artístico” o “gastronómico”, ¿quién la reivindica como de “interés religioso”? Y, sin embargo, este su auténtico interés.

La Semana Santa es una semana para hacerse preguntas y para buscar respuestas. Para abrir el Evangelio y abrirse a él. Para releer el relato de la Pasión y ver en qué escena, en qué momento, en qué personaje me reconozco…

La Semana Santa debe llevarnos a descubrir los espacios donde hoy Jesús sigue siendo condenado, violentado y crucificado, y donde son necesarios “cirineos” y “verónicas” que den un paso adelante para enjugar y aliviar su sufrimiento y soledad.

REFLEXIÓN PERSONAL

  • ¿Desde dónde vivo la Semana Santa?
  • ¿Qué preguntas suscita en mi vida?
  • ¿La Semana Santa es solo evocadora o también provocadora?
Domingo Montero, capuchino
 

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