Empequeñecemos a Dios proyectando sobre él nuestros limitados modos de pensar y existir. Arrojamos balones fuera, cuando responsabilizamos o atribuimos a Dios lo que deberíamos asumir e interpretar desde nuestras responsabilidades o limitaciones. Y, además, actuamos injustamente, al convertirnos en jueces inmisericordes del dolor ajeno, interpretando las desgracias como castigos divinos.
Dios no hace sufrir, aunque esté presente en el sufrimiento del hombre y lo permita. Él no es causante del sufrimiento, sino confidente del que sufre. Más bien Él es vulnerable, sensible al dolor del hombre. “He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos. Voy a bajar a librarlos” (Ex 3,7-8). Así se presenta Dios; que no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva (cf. Ezq 18, 23). Eso es lo que quiere Dios: que el hombre viva. Y para eso vino Jesús: “para que tuviéramos vida y una vida abundante” (Jn 10,10); de calidad. Y esa vida no es posible sin la conversión.
El tiempo litúrgico de la Cuaresma quiere ser una memoria viva y permanente de esa necesidad. Que no es reductible a una serie de prácticas superficiales y aisladas, sino que demanda una decisión fundamental y preferencial por Él. Y todos necesitamos encontrar ese camino y entrar en él, en esa dinámica, pues “si no os convertís, todos igualmente pereceréis”. Por tanto, concluye S. Pablo: “El que se cree seguro, ¡cuidado! no caiga”.
No se trata de atemorizar, sino de hacer una llamada para que despertemos a este maravilloso tiempo de gracia, de amor, de perdón y reconciliación que Dios nos otorga. Es lo que se nos quiere decir con la parábola de la higuera: Dios es inaccesible al desaliento, siempre mantiene una expectativa; es un pertinaz creyente en el hombre, al que ama apasionadamente.
Frente a nuestra impaciencias – nos gustaría arrancar, cortar ..., en el fondo desesperando de la regeneración propia y ajena -, la estrategia de Dios, el viñador, es abonar, cuidar y esperar un año más, no para crear falsas esperanzas sino para que, de una vez, nos decidamos a dar fruto. “No es que el Señor se retrase, como algunos creen, en cumplir su promesa; lo que ocurre es que tiene paciencia con vosotros, porque no quiere que se pierda alguno, sino que todos se conviertan. Pero el día del Señor llegará” (II Pe 3,9-10).
Un año más Dios ha venido a buscar fruto...; ¡No le decepcionemos! ¡Dejémonos trabajar por él!
Dios no hace sufrir, aunque esté presente en el sufrimiento del hombre y lo permita. Él no es causante del sufrimiento, sino confidente del que sufre. Más bien Él es vulnerable, sensible al dolor del hombre. “He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos. Voy a bajar a librarlos” (Ex 3,7-8). Así se presenta Dios; que no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva (cf. Ezq 18, 23). Eso es lo que quiere Dios: que el hombre viva. Y para eso vino Jesús: “para que tuviéramos vida y una vida abundante” (Jn 10,10); de calidad. Y esa vida no es posible sin la conversión.
El tiempo litúrgico de la Cuaresma quiere ser una memoria viva y permanente de esa necesidad. Que no es reductible a una serie de prácticas superficiales y aisladas, sino que demanda una decisión fundamental y preferencial por Él. Y todos necesitamos encontrar ese camino y entrar en él, en esa dinámica, pues “si no os convertís, todos igualmente pereceréis”. Por tanto, concluye S. Pablo: “El que se cree seguro, ¡cuidado! no caiga”.
No se trata de atemorizar, sino de hacer una llamada para que despertemos a este maravilloso tiempo de gracia, de amor, de perdón y reconciliación que Dios nos otorga. Es lo que se nos quiere decir con la parábola de la higuera: Dios es inaccesible al desaliento, siempre mantiene una expectativa; es un pertinaz creyente en el hombre, al que ama apasionadamente.
Frente a nuestra impaciencias – nos gustaría arrancar, cortar ..., en el fondo desesperando de la regeneración propia y ajena -, la estrategia de Dios, el viñador, es abonar, cuidar y esperar un año más, no para crear falsas esperanzas sino para que, de una vez, nos decidamos a dar fruto. “No es que el Señor se retrase, como algunos creen, en cumplir su promesa; lo que ocurre es que tiene paciencia con vosotros, porque no quiere que se pierda alguno, sino que todos se conviertan. Pero el día del Señor llegará” (II Pe 3,9-10).
Un año más Dios ha venido a buscar fruto...; ¡No le decepcionemos! ¡Dejémonos trabajar por él!
REFLEXIÓN PERSONAL
- ¿Cómo releo mi historia? ¿Como historia de salvación?
- ¿Cuál es mi experiencia de Dios? ¿La del Dios "costumbre", sabido, o la del Dios "novedad permanente", por ver?
- ¿Me dejo cultivar por Dios?
Domingo Montero, capuchino
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