Efectivamente, todos sabemos que es casi imposible amar sin recibir alguna herida. Ya lo dijo el poeta: “¿Qué sabes tú de la desdicha de amar?”. Porque amar es fuente de alegría, pero, a veces, la pena y la herida alcanza el corazón. Es cierto lo que dicen que dijo Alfonso X el Sabio: “Más vale sufrir pasión y dolores que andar sin amores”. ¡Si lo dijo él, que era sabio!
Por eso ocurre que la pasión de Jesús, aunque tenga un lado sufriente, es un haz luminoso: ilumina la hermosa realidad del corazón entregado, la certeza de que las entregas tienen un valor en sí mismas y que nunca se pierden. ¡Qué bien lo dijo Marina Rosell: “¿Quién dijo que todo está perdido? Yo vengo a ofrecer mi corazón”! La pasión de Jesús nos dice, una y otra vez, que nunca demos por perdido todo, que siempre puede haber una pequeña luz en medio de las sombras. Por eso es un pasión para la esperanza, para la luz.
Todos llevamos en nuestra mochila personal una serie de pequeñas o no tanto heridas relacionales. A veces nos hacemos daño. La pasión de Jesús nos empuja a no desistir en el bien. San Francisco solía decir: “Si alguien no puede amar a su prójimo, procure no hacerle mal, sino bien”. Hacer el bien, lo sabemos, es la mejor lámpara para nuestra vida, aquella que puede sacarnos muchas veces de la oscuridad.
Cuando recuerdes este día la Pasión del Señor que no te abandone un sentimiento de alegría porque no se está recordando un fracaso, sino un triunfo del amor. De ahí que has de tener la certeza de que tus heridas no son el horizonte, sino que te espera, como una patria, la tierra del amor. La entrega de Jesús, haz vivo de luz, es la que mantiene en nosotros viva esta certeza.
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