Es verdad que el confinamiento nos limita las relaciones que tanto echamos de menos; que no podemos pasear por la naturaleza; que los niños tienen que aguantar en casa con todo el nerviosismo que puede generar; que estamos preocupados por nuestros mayores; que el trabajo puede estar en cuestión y también nuestra salud.
Pero mucha gente en el mundo ha vivido un estado de excepción sin agua corriente; o sin poder comer todos los días; o sin electricidad o internet; tantos niños no han podido conservar su educación –aunque sea online-; tantas familias acomodadas han tenido que dejar sus casas y vagabundear por el mundo con el cielo como único techo; tantos niños, jóvenes, mujeres, mayores han quedado traumatizados por los horrores de la guerra, por tantos familiares asesinados.
Etty Hillesum, judía que murió en Auschwitz, va un poquito más allá en su vivencia. En los Países Bajos ocupados, cuando progresivamente los nazis iban acosando más y más a los judíos, dice en su diario: “sobre el único camino que nos queda se encuentra el cielo en su totalidad. No nos pueden hacer nada, realmente no nos pueden hacer nada”. Es decir, nos puede faltar todo, incluso pueden acabar con nuestra vida, pero todavía nos queda el cielo, todavía nos queda Dios, que nos lo da todo.
Es la certeza de fondo, que tenemos a veces, de que hay algo que sostiene la vida aunque todo caiga, hay algo que permanece con nosotros aunque nos quedemos sin nada. Ya lo decía otro judío pero muchos siglos antes: “Si mi padre y mi madre me abandona, el Señor me acogerá” (Salmo 27, 10). Y esto se descubre cuando vas perdiendo apoyos, cuando se te caen muchos de tus asideros. Por eso el tiempo que vivimos es un tiempo privilegiado de crecimiento, de aprendizaje, de ahondamiento en la VIDA con mayúsculas.
Javi Morala
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