María en su cántico del Magnificat dice que se alegra por lo grande que ha estado Dios. Por las grandezas que ha hecho con su pueblo a lo largo de la historia, donde siempre ha estado al lado del pobre y del humilde, y, por supuesto, por las maravillas que ha hecho en ella. María alaba y canta a Dios desde los pobres, los oprimidos, los hambrientos. Se alegra con este Dios que “dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, que a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos.”
¿Se puede ser alegre en medio del sufrimiento, del desprecio, de la enfermedad...? Sí, cuando hay una fuente que mana desde más hondo. Y Dios es esa fuente que mana y da vida y alegra todo cuanto toca. De esta alegría nos han hablado los santos: San Francisco, Santa Teresa, San Juan de la Cruz... Y nos han hablado de la alegría en medio de sus enfermedades, en medio del desprecio de sus propios hermanos, o en medio de los juicios de la Inquisición, o desde la cárcel.
Pero esta alegría no brota solo en situaciones negativas, ni mucho menos, sino que a toda la vida le da un nuevo sentido. Como brota desde lo hondo de la persona, integra y hace suyas las otras alegrías de la vida, y se goza con ellas, cómo no, pero no tiene necesidad de ellas para sentir la plenitud que le brota por dentro. Incluso sin ellas es capaz de vivir y transmitir alegría.
Ojalá que como a la samaritana también a nosotros se nos dé a beber de esa agua, y así podamos disfrutar y gozar de la alegría vital que brota por dentro de las personas que han puesto su confianza en Dios.
Carta de Asís, marzo 2020
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